Quien no alcance a comprender por qué un plantel tan rico y variado como el de River acabará 2024 sin festejos ni vueltas olímpicas no tiene más que sentarse a mirar el video del empate 1 a 1 frente a San Lorenzo para entenderlo sin demasiado esfuerzo.
Los 90 minutos exhibieron las dos caras de un equipo que es capaz de encender aplausos con acciones vibrantes, bien elaboradas y ejecutadas con la misma facilidad con que las desperdicia. Que puede demostrar orden y criterio para atacar y defender igual que desorientarse y vagar sin brújula por la cancha hasta provocar una despedida con silbidos en el Monumental.
A San Lorenzo le va incluso peor. El clásico lo tomó con derrotas en la cancha, deudas en la tesorería, planteos de los jugadores en los despachos y enojo generalizado de socios e hinchas. En medio de este panorama, Miguel Ángel Russo intenta construir un equipo con un mínimo de fundamentos para poder competir.
Entre dos pacientes con diferente grado de conflictos salió un partido irremediables altibajos y una igualdad final, que uno supo ganarse y el otro no supo quebrar.
En la visita al Monumental, Russo tuvo la intención de apretar el equipo sin refugiarse atrás ni dejar espacios entre líneas, para no sufrir cerca de su área y manejar la pelota juntando piezas en el medio. Le salió bien cinco minutos. Bastó que una vez acelerase en el medio el local –Gastón Gómez se estiró para desviar el remate desde afuera de Facundo Colidio– para que la idea comenzara a naufragar. Y si no se hundió en los 45 iniciales fue exclusivamente por demérito de River.
Durante media hora, bajo la batuta de Manuel Lanzini, el conjunto de Marcelo Gallardo ofreció una pequeña sinfonía de circulación de pelota con velocidad y precisión a la que solo le faltó el “pequeño” detalle del gol. El marcador en cero con que se fue al vestuario apagó el entusiasmo de la gente que colmó el estadio de la misma manera que los encuentros entre Pablo Solari y Fabricio Bustos por derecha, o de Lanzini y Colidio por el centro la habían encendido un rato antes.
Ya sea por la presencia de futbolistas que acaban contrato y deseen enseñarle al entrenador sus razones para quedarse –como Lanzini–; o por el hecho de no tener la obligación de sumar de a tres con la clasificación para la Libertadores prácticamente asegurada, River mostró en ese lapso la soltura que escaseó en demasiados partidos en el año. Las conexiones a un toque que desembocaban en los pies de Solari o Bustos desarmaban el 3-4-1-2 visitante y hacían temblar su estantería. Johan Romaña le bloqueó un disparo con destino de red a Colidio los 8; le faltó sabiduría cabeceadora a Maxi Meza para darle dirección y fuerza a un envío de Bustos a los 13; se le fue por encima del travesaño a Leandro González Pirez otro intento por alto a lo 19.
Después, de a poco, la fluidez fue bajando de intensidad y San Lorenzo pudo respirar hasta el descanso. Al regreso, pareció que todo volvería a ser como al principio. Más aún cuando a los 12 Meza capturó un rebote en la medialuna y con un derechazo exquisito la colocó en el ángulo izquierdo. Fue un espejismo. Un salto de espaldas con el brazo extendido de González Pirez que el VAR le marcó al árbitro le dio a Iker Muniain la opción de restablecer la igualdad de penal a los 20, y de dispersar en el Millonario las mismas dudas e inseguridades que abundaron toda la temporada.
El empate le dio alas a San Lorenzo, que puso el alma en la defensa y fomentó el desquicio de este River con dos caras, que se acerca al cierre de su versión 2024 sin encontrar el tratamiento adecuado para el mal que lo aquejó de enero a diciembre.