“En Moscú me tuvieron 45 días internado en un sanatorio infantil junto con mis dos hermanas más pequeñas, y nos amenazaban constantemente con darnos en adopción”, contó en una entrevista con LA NACION el ucraniano Matvy Mezhevoy, de 15 años, sobre su experiencia vivida hace poco más de dos años.
La lucha encarada por su padre, Yvgeny, de 41 años, para recuperar a sus tres hijos -incluso viajando a la capital rusa en una misión extremadamente riesgosa en tiempos de guerra para un exmecánico del Ejército ucraniano- permitió la reunificación familiar.
Matvy y sus hermanas, Sviatoslava, de 11 años, y Sasha, 9 años, son tres de los 19.046 chicos ucranianos cuyo secuestro por parte de Rusia está documentado por Naciones Unidas. De ese total, solo 388 lograron ser recuperados y unos 400 ya fueron dados en adopción a familias rusas. El resto, están repartidos en 43 orfanatos e instituciones gubernamentales dentro del territorio ruso. Incluso hay casos de algunos adolescentes que, completado su proceso de “rusificación”, fueron enviados como soldados “rusos” para combatir en Ucrania.
Por esos secuestros la Corte Penal Internacional emitió en marzo del año pasado una orden de arresto contra Putin. Pero la reacción del presidente ruso estuvo llena de perversidad, si se toma en cuenta que los chicos cuentan con familia en Ucrania. “Los niños son sagrados. Los sacamos de la zona de conflicto, salvando sus vidas y su salud”, explicó Putin.
Los cuatro miembros de la familia Mezhevoy, que ahora viven en Riga, la capital de Letonia, accedieron a contar por Zoom a LA NACION su dura experiencia, desde el secuestro hasta la reunificación, acompañados por la directora de cine británica Sarah McCarthy. Su documental After the Rain: Putin’s Stolen Children Come Home. (”Luego de la lluvia: Los chicos robados por Putin regresan a casa”) -que es candidato al Oscar como mejor película documental-, narra el difícil proceso de sanación interior de los Mezhevoy y de otros chicos recuperados.
Los chicos robados
Luego de su paso por el Ejército como mecánico entre 2016 y 2019, Yvgeny había puesto un negocio de comida rápida en su ciudad natal, Mariupol, una estratégica localidad portuaria sobre el Mar de Azov. Estaba divorciado desde 2016 cuando los chicos quedaron bajo su guarda, una tarea que asumió con evidente pasión. Durante el diálogo con LA NACION, en el que se ocupó de colocar estratégicamente una bandera ucraniana a sus espaldas, sus tres hijos interrumpían permanentemente la conversación colgándose de sus hombros o abrazándolo desde atrás con mucho afecto.
Después de la invasión rusa en febrero de 2022, hay una fecha que Yvgeny ya no olvida más: el 7 de abril de ese año.
“Hacía ya varias semanas que los rusos venían bombardeando y atacando la ciudad. Y ese día, como otras veces, corrimos con los chicos a escondernos en el sótano del Hospital N°4 I.K. Matsuka, que ya estaba totalmente destruido. Éramos más de 80 personas refugiadas allí. De pronto, bajaron al sótano los soldados rusos y nos pidieron los documentos. Como en mi pasaporte figura mi paso por el Ejército, me separaron de mis hijos y ya no los volví a ver”, recordó Yvgeny.
Mientras los siguientes 45 días a Yvgeny lo trasladaron por varios puestos militares rusos en difíciles condiciones de alimentación y maltratos como prisionero de guerra, sus chicos fueron llevados directamente al sanatorio “Polyani”, un enorme predio de 38 hectáreas en las afueras de Moscú, que en su página web se presenta como “centro de rehabilitación infantil para tratamientos prescritos por un médico”.
Yvgeny imaginaba entonces que sus chicos habían quedado bajo custodia de algún familiar o vecino de los que estaban en el sótano en el hospital. Pero cuando lo liberaron a fines de junio, sin darle mayores explicaciones, conoció la verdad.
“Un rayo de ira me atravesó cuando me enteré de que los rusos se habían llevado a mis chicos a un orfanato en Moscú. Me puse loco”, recordó Yvgeny. Además, no tenía posibilidades económicas ni prácticas de viajar a la capital rusa durante la guerra. Su pasado como militar del Ejército ucraniano estampado en su pasaporte era un riesgo muy cierto de frustrar su búsqueda y terminar nuevamente detenido en cualquier puesto de control.
En tanto, en Moscú, la vida de los chicos había sufrido un cambio abrupto. Del afecto y el estrecho cuidado de Yvgeny pasaron al trato impersonal de una institución enorme, donde había muchos otros chicos robados a sus padres ucranianos en su misma situación.
“En el Sanatorio Polyani nadie nos trataba de forma personal. Solo nos informaban a todos juntos sobre horarios y actividades: la hora de la comida, del baño, del recreo y del descanso”, contó Matvy. “Al principio, como los varones estaban separados de las mujeres, a mis hermanas las llevaron a otro piso. Pero yo pedí que nos pusieran juntos, y lo logré. Constantemente nos decían que nos iban a entregar en adopción a una familia rusa o que seríamos derivados a un orfanato”, recordó el adolescente.
Al ser consultado cómo se sintió frente a esa amenaza de ser dado en adopción, Matvy solo bajó la cabeza y dijo: “No sé…” (”Iá nie snaiu”).
La ayuda de una organización de voluntarios rusos le permitió a Yvgeny, no sin muchos riesgos y demoras, localizar y llegar al sanatorio donde estaban secuestrados sus hijos. Una de las líderes de esa organización, Nadezhda Rossinskaya, fue arrestada en febrero pasado en Belgorod, Rusia, por cargos criminales de “socavar la seguridad del Estado”, lo que podría costarle siete años en prisión.
Esa organización, le sugirió a Yvgeny que para intentar reencontrarse con sus hijos podía escribir directamente una carta al presidente Putin en la que se identificara como padre de los niños y pidiera la reunificación. La organización presentó entonces la misiva a la Comisionada Presidencial para los Derechos de los niños en Rusia, Maria Lvova-Belova, y así logró la información sobre la localización de los chicos en el Sanatorio Polyani, a 30 kilómetros del centro de Moscú.
Ya en el hospital, acompañado por miembros de la organización, a Yvgeny comenzaron a pedirle un sinnúmero de documentos, que él no tenía, para poder demostrar su vínculo con los chicos. Pasaban las horas mientras se sucedían los nuevos requerimientos y llamadas telefónicas de las autoridades del sanatorio a funcionarios gubernamentales para tomar una decisión.
“Mientras estaba completando otro de los montones de formularios que me hicieron firmar durante horas, en determinado momento escuché la voz de mi hija menor, Sasha, en un corredor. Entonces, tiré la lapicera al suelo y salí corriendo a abrazarla”, recordó emocionado Yvgeny.
“No me puedo olvidar de ese momento en que corrimos a abrazar a papá los tres en el corredor”, dijo Matvy. “No podía creer que él estuviera ahí, en Moscú, y que nos hubiera encontrado”.
Finalmente, incluso Matvy, como hijo mayor, tuvo que firmar un formulario donde reconocía que Yvgeny era su padre y que los tres hermanos deseaban ser devueltos a su familia.
Luego, la misma organización de voluntarios rusos, los ayudó a salir. No pudieron volver a Ucrania porque el negocio de comidas y la casa familiar de Mariupol habían sido saqueados y destruidos por las tropas rusas, por lo que les ofrecieron emigrar a Riga, Letonia, donde viven actualmente.
Fue allí que la directora de cine británica Sarah McCarthy conoció el año pasado la historia de los Mezhevoy que, junto a otras familias de niños robados por Rusia, habían sido invitados por la Asociación Estonia de Asistencia y Terapia con Perros (Eatkü) a un “retiro” de diez días en medio de un bosque estonio con playa sobre el Mar Báltico, para intentar recuperar la paz interior perdida durante su separación como familia.
“Es mi tercer documental sobre el uso que hace Putin del secuestro de niños como un arma de guerra. Lo hice también como un homenaje a mi madre ucraniana y todos los sufrimientos que vivió su país”, contó McCarthy a LA NACION.
La película fue presentada ya en varias salas de todo el mundo, y en Buenos Aires hubo días atrás una exhibición para la prensa en el Palacio Libertad, auspiciada por las embajadas de Polonia, Ucrania y Reino Unido. El documental se enfoca especialmente en el camino de sanación recorrido por Sasha, la menor de la familia Mezhevoy, y otra chica secuestrada, Veronika Vlasova, de 15 años, cuya madre dio testimonio sobre su caso en abril del año pasado ante el Consejo de Seguridad de la ONU. Entre juegos, contacto con la naturaleza y una terapia asistida con perros y caballos, chicos y padres comienzan a recuperar el enorme poder sanador de lo que debería ser la vida cotidiana de una familia ucraniana.
“Busqué mostrar en el documental la ternura, la alegría y la belleza que todos anhelamos en medio de la incertidumbre y el horror que provoca la guerra. Probablemente solo eso. Ya todos conocemos las atrocidades vividas estos años en Ucrania y no necesitaba volver a mostrarlas. Pero hay un gran deseo de rescatar lo que se perdió”, dijo McCarthy.
Hacia el final del documental y de los diez días de retiro familiar, cada participante fue invitado por los terapistas estonios a recoger en el bosque en una pequeña cajita algo que simbolice las cosas que más apreciaron de la experiencia. La respuesta espontánea de Sasha conmueve por su ternura. “¡Cómo voy a poder hacer entrar en una cajita a mi familia! ¡Es imposible!”.