En un rincón de nuestro mundo interno, donde los días transcurren entre susurros y esperanzas, todos hemos sentido alguna vez la “punzada” de la comparación.
Digo punzada porque las comparaciones duelen, y es un mecanismo que tenemos tan incorporado que a veces hasta anestesiamos ese dolor con justificaciones y excusas que decoran la sensación y el concepto. Pero al final del día, es mirar con lupa lo que otros hacen, son o tienen y sentir la espina en el ojo, como dice el refrán.
Compararse es un hábito tan antiguo como el tiempo, una tendencia humana que ha sobrevivido a imperios y civilizaciones. Sin embargo, pocas cosas son tan destructivas para el alma como el acto de medirse con otros. Esa constante búsqueda de un estándar que rara vez tiene sentido, nos deja atrapados en un laberinto de insatisfacción. Nunca estamos a la altura. ¿Y que sentimos? Frustración, enojo, envidia.
Emociones de esas que nadie quiere admitir, pero todos experimentamos alguna vez. Una cuestión peligrosa derivada de las naturales comparaciones que sobrevuelan nuestra mente es creer que lo que otros tienen no sólo es mejor, sino que funciona perfectamente en dónde sea que lo “necesitemos”. Cuando nos comparamos estamos sobrevalorando otra vida que tiene todo eso que nosotros no. Nos ponemos en otro escalón y empieza la competencia. La trampa es que esa competencia no tiene posibilidades de podio ni ganadores. Es contra vos, y solo hay una posibilidad: que pierdas.
Y es que, ese con el que vos te comparas, también se compara con alguien más. Admiramos a personas por su éxito, su belleza, su talento, sin darnos cuenta de que ellos también miran a otros, buscando en vano un ideal que nunca alcanza. En este juego interminable, nadie gana, nadie aprende. Porque la comparación siempre nos deja con la sensación de que no somos suficientes.
¿Qué pasaría si en lugar de preguntarnos ¿por qué no somos como los demás?, nos preguntamos ¿cómo podemos ser la mejor versión de nosotros mismos?.
La respuesta es liberadora.
Cuando dejamos de compararnos, empezamos a valorarnos, a apreciar lo que tenemos, lo que somos, y lo que podemos llegar a ser.
Pero ¿cómo evitamos caer en la trampa de la comparación? Acá te dejo algunas herramientas prácticas:
1. Cultiva la gratitud: La gratitud es un antídoto poderoso contra la insatisfacción y una herramienta clave para reconocer todo eso que hoy tenes y muchas veces no percibis
2. Cuidá la dieta de tus redes sociales: Las redes son la comida de los comparadores seriales. A veces, la mejor manera de evitar la comparación es desconectar de esos espacios que la alimentan.
3. Céntrate en tu progreso, no en la perfección: Lleva un registro de tus propios logros y avances. Compararte con tu “yo ideal”, en lugar de con los demás, te ayudará a mantenerte enfocado en tu crecimiento personal.
4. Practicá la autocompasión: Sé amable con vos mismo. Acepta que todos cometemos errores y que es parte del proceso de aprender y crecer. No te castigues por (no) ser perfecto.
5. Rodeate de personas que te apoyen: Busca personas que te inspiren y te apoyen en tu camino, que valoren tus talentos. Las relaciones positivas son clave para mantener una autoestima sana.
6. Encontrá tu propósito: Cuando tenes claro qué es lo que te mueve y lo que te apasiona, es más fácil enfocarte en tu propio camino y dejar de preocuparte por lo que hacen los demás.
7. Sólo compárate con TU MEJOR VERSIÓN: esa es la única comparación útil que te va a permitir seguir creciendo desde tu abundancia, en gratitud y aceptación.