Los años veinte del siglo pasado fueron un avispero de novedades culturales. Europa vivía la revulsión artística de la primera posguerra y sus vanguardias. La Argentina, por su parte, transitaba la que sería –con las limitaciones históricas del caso- su primera década democrática. No fue por azar que Evar Méndez y Samuel Glusberg convocaron en el verano de 1924 a escritores jóvenes para participar de una nueva revista: algo en el aire indicaba que había que ir a la par y modernizarse. Los encuentros se dieron en la confitería Richmond, de la calle Florida (a la que todavía le faltaba medio siglo para volverse peatonal) y otra en Avenida de Mayo, llamada La Cosechera. De ese impulso saldría Martín Fierro (“periódico quincenal de arte y crítica libre”), la publicación que con su parcial desparpajo iconoclasta revolucionó de oficio –desde el primer número, en febrero de 1924- un medio literario solemne y aletargado.
Kosice en la calle: un legado monumental para redescubrir paso a paso
Martín Fierro –con su alusión al gaucho de José Hernández- había tenido con Méndez a la cabeza un antecedente frustrado, mucho más clásico, de solo tres números, en 1919, de ahí que en su tapa haga referencia a una supuesta “segunda época”. Cayetano Córdova Iturburu, uno de aquellos veinteañeros de la nueva generación, resumió en un libro de memorias, la mezcla de incertidumbre y entusiasmo que los aglutinó: no tenían casi noticias de las aventuras vanguardistas contemporáneas y estaban ansiosos por publicar.
Méndez –un tímido versificador modernista que para entonces había aceptado su papel de gestor cultural- terminaría bien rodeado: pronto, con el correr de los números, se sumarían, entre tantos otros, Jorge Luis Borges (que venía de España con el ultraísmo bajo el poncho), Leopoldo Marechal, Norah Lange, Ulyses Petit de Murat, Raúl Scalabrini Ortiz o Eduardo González Lanuza. Ya en el segundo número, se publicaron varios de los rupturistas Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, de Oliverio Girondo, incluyendo su escandaloso “Exvoto”, dedicado a las chicas de Flores que “van a pasearse por la plaza para que los hombres les eyaculen palabras al oído, y sus pezones fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas”.
El primer editorial, sin embargo, clamaba “En guardia los cretinos”. También: “Si usted cree que los senadores y diputados son útiles a a la Nación, no lea Martín Fierro”. El tono irreverente reflejaba también las pujas políticas dentro del radicalismo. “La balada del intendente de Buenos Aires” en la portada del primer número revelaba el definitivo tono sarcástico, con sus burlas al alcalde Martín Noel. En el segundo número, un tal Marcelo (el presidente Marcelo T. de Alvear) admite haber “leído con una carcajada los desahogos de Martín Fierro”, aunque señala los problemas internos que le podría provocar.
Los hoy célebres epitafios para autores consagrados (“Aquí yace Manuel Gálvez,/ novelista conocido; / si hasta hoy no lo has leído/, que en el futuro te salves”) que se sucedieron de número a número también podían tener como destinatarios a los propios martinfierristas. Leopoldo Lugones, entre la burla y la reverencia, era continuo objeto de chanzas. El interés por el entorno urbano moderno se veía reflejado en los versos y los artículos, con hincapié en la pintura y otras artes, y la inclinación cosmopolita en la publicación de autores extranjeros como Apollinaire, Valery Larbaud o incluso una “Oda a Marcel Proust” (un autor aún no traducido), de Paul Morand.
El momento de clivaje, sin embargo, se produjo en el cuarto número (del 15 de mayo) cuando se dio conocer el “Manifesto de Martín Fierro”, escrito, aunque no firmado, por Girondo. “Frente a la impermeabilidad hipopotámica del ‘honorable público’”, se lee entre otras muchas consignas, la revista tiene “fe en nuestra fonética, en nuestra vida, en nuestros modales, en nuestro oído, en nuestra capacidad digestiva y de asimilación”. No solo eran universales. Había dos figuras locales de mayor edad a los que los recién llegados tenían como precursores a los que reivindicaban: Ricardo Güiraldes (por los poemas modernísimos de El cencerro de cristal) y Macedonio Fernández (cuyas reuniones en La perla del Once, dijo Borges alguna vez, bien valían toda la semana).
Ese ánimo disruptivo y humorístico, y el gusto por las imágenes y metáforas estridentes, despertaron alboroto, pero además belicosidad. Pronto surgió la grieta –que la historia literaria posterior acentuaría- entre los autores de Florida, artísticos y acomodados, y los de Boedo (con revistas como Claridad y Los pensadores), más interesados por las cuestiones sociales y volcados a la izquierda.
¿Qué separaba a ambos bandos? Álvaro Yunque –que no era justamente martinfierrista- lo resumió así: los de Boedo querían transformar el mundo mientras los de Florida se conformaban con transformar la literatura. Las fronteras, sin embargo, eran permeables. Raúl González Tuñón, que hizo equilibrio entre los dos grupos, explicaba que en realidad, por sus frecuentaciones, Roberto Arlt “aunque se diga que era de Boedo, era de Florida”. Borges, que siempre sostuvo que la polémica era artificial, decía que él hubiera preferido pasarse al lado contrario porque entonces escribía poemas sobre los arrabales, pero que le dijeron no era posible: ya había quedado etiquetado como martinfierrista. Las discusiones y compulsas, sin embargo, existieron. Roberto Mariani –activa figura de Boedo- publicó un texto en la misma Martín Fierro donde despotricaba contra el trato benevolente que se hacía del “fascista” Lugones, aunque ese gesto de apertura no lo salvó de un ácido y agresivo epitafio por su estilo “cocoliche”.
¿Cómo terminó la artística y renovadora Martín Fierro? Por simples razones políticas. Borges fundó un comité de intelectuales jóvenes en apoyo de Hipólito Yrigoyen y logró que adscribieran los miembros jóvenes de la revista; es decir, casi todos los que la hacían. Cuando publicaron una solicitada en Crítica, Evar Méndez (que trabajaba para entonces en la biblioteca de la Casa Rosada con Alvear, rival del “peludo”) se declaró neutral. Fue el fin. Martín Fierro salió por última vez (el número doble 44/45, con una ilustración de Norah Borges, ya en color) en noviembre de 1927. Los jóvenes –como dijo más tarde Petit de Murat– se fueron con la música a otra parte. “O a ninguna, porque una revista como Martín Fierro no se inventa todos los días”. Dos décadas después, en Adán Buenosayres, Marechal novelaría como nadie aquellos días de bohemia aunque –con otra grieta de por medio, la del peronismo- la mayoría de sus antiguos camaradas la ignorarían sin remisión. Es, sin embargo, el más acabado y nostálgico epitafio de aquellos días irrepetibles.