Hace muchos años estaba leyendo sobre unas aves con manchas rojas en el pecho, la autora de aquella investigación reiteraba que las características físicas de los animales siempre tienen sentido a la luz de la Evolución; por ejemplo, las náuseas en el embarazo se explican, de acuerdo con esta teoría, porque ayudan a proteger a los fetos de las sustancias potencialmente dañinas que pudieran ingerir sus mamás. En el caso particular que yo leía, esas manchas en el pecho garantizan la alimentación de los polluelos, pues provocan en ellos el deseo de picotearlas. La madre, al sentir esos piquetes, va regurgitando en forma de papilla los gusanos y las semillas que ha comido hasta saciar el hambre y, por lo tanto, el deseo de picotear de esas aves recién eclosionadas.
En la investigación intentaban descubrir si realmente eran esas marcas rojas las responsables de la conducta del picoteo. Por ello, pusieron diferentes estímulos ante los polluelos: un ave sin manchas, otra con manchas de otro color y también pedazos de tabla en las que habían pintado diferentes configuraciones de colores y formas. Lo que resultó más eficaz para despertar el picoteo fue una tabla con tres rayas rojas. Eso me puso a pensar un buen tiempo, no era un pensamiento que fuera a resolver alguna problemática ni mucho menos; era más bien de esas veces en que el cerebro se queda paseando sin ir a ninguna parte, distraído con los detalles del paisaje, sintiendo una mezcla de preocupación y nostalgia. ¿No debería ser la madre lo más estimulante y eficaz para los polluelos? ¿Se encontraría algún día algo similar a esa tabla con rayas rojas para los seres humanos?
Hace unos días leía que las personas tienden a confundir los poemas que elaboró la inteligencia artificial con poesía humana y, de la misma manera, creen que algunos fragmentos complejos en los poemas escritos por personas son evidencia de que esos textos no son humanos, que esas palabras escritas por personas son como las manos de seis dedos que, en las imágenes, delatan la autoría de una inteligencia artificial.
Me acordé entonces de aquella explicación del psicoanálisis que dice que la literatura es la búsqueda de la voz materna primigenia, de aquellas palabras que fueron nuestro primer asidero al mundo y que se disolvieron por falta de memoria, cavando así el vacío existencial que llevamos dentro de la vida. Sin embargo, ese deseo de encontrar las palabras perdidas que ha tejido la expresión literaria durante siglos –la Historia comienza con la escritura– ahora se siente confundido, desviado por la máquina. Sentimos más familiar ese algoritmo que nuestra carne y nuestros huesos, ahora estamos ante el riesgo de que esa tabla con rayas artificial dirija nuestros pasos, que sea un código lo que configure nuestros sueños y deseos más íntimos.
Aún se dice que la poesía humana tiene sentido porque, por más que navega, nunca llega a la playa que busca. Nos consuela que a veces entre sus versos se alcanza la cercanía con lo que necesitamos, pero en realidad esa cercanía es paradójica. Es como la distancia del segundo que acaba de pasar, que en el primer instante parece estar a la mano, pero que empieza a alejarse infinitamente del presente; cada vez más tiempo se interpone entre él y la punta de nuestros dedos.
Pero ¿qué pasaría si la poesía artificial nos permitiera llegar ahí adonde queremos? Albert Camus dice que si el mundo fuera claro no existiría el arte, pero ¿y si el arte artificial fuera capaz de aclararlo todo? Ordenar los inconmensurables datos, recuperar la taza rota antes de que esta se estrelle contra el piso, volver el tiempo atrás un segundo, ponernos nuevamente en los brazos de la madre y que nuestro corazón lata frenéticamente, como un picoteo ante una tabla con tres líneas… Entonces quizá el arte y sobre todo la poesía ya no tengan razón de ser.
* Dr. Mauricio Fernando Miranda Salazar. Director de Biblioteca Ibero León