Con el mismo sueño del suizo Aimé Félix Tschiffely, cuando en 1925 salió de la Sociedad Rural Argentina (SRA) con Mancha y Gato, casi un siglo después, el 4 de agosto pasado, Álvaro Biderman partió del partido bonaerense de Pilar rumbo a Nueva York, con tres caballos criollos, el Metemiedo, el Carozo y el Moro, y así cumplir el anhelo de su vida.
Con una historia familiar totalmente ajena a la vida de campo, en Pilar, desde corta edad el espíritu del pequeño Álvaro daba fogonazos de amor hacia los caballos. Podía ser que algo de una vida pasada y desconocida volvía a él hecho jinete.
“Me recuerdo jugando arriba del apoyabrazos del sillón del living de la casa de mis padres, al que le ponía una matra y, con el palo de hockey de mi hermana como escopeta, me imaginaba que andaba por el mundo cabalgando y salvando gente. Era tan apasionado que me pasaba todo el día viendo videos de caballos”, cuenta a LA NACION.
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Tan grande era su entusiasmo que su padre en los tiempos libres lo llevaba a equitación y a escuelas de polo de la zona para que despunte el vicio. Cuando llegó el momento de ir a la universidad, su única certeza era que amaba profundamente los caballos. Fue entonces que le comunicó a sus padres que no iba a estudiar, pero buscaría trabajo en algún campo para aprender sobre los quehaceres equinos. Llamó a muchos, ofreciéndose como peón rural, pero todos le manifestaban que estaba loco, hasta que un criador de caballos criollos le dijo que lo esperaba en su cabaña en Chascomús y hacía allí fue.
“En esos 11 meses en la cabaña aprendí una pila de cosas, pero lo más importante es que reafirmé mi pasión por los caballos. Fue la primera vez en mi corta vida que, trabajando entre caballos, empecé a sentir sensaciones de plenitud. Laburaba hasta el cansancio pero al terminar la jornada me iba a dormir con una sonrisa, creyendo que todo tenía sentido”, describe.
Después de esa experiencia en el campo, para Biderman, inconscientemente, lo único que quería para su vida era volver a encontrar esa felicidad: “Esa era mi motivación, quería descubrir y hallar las mismas sensaciones que tuve en la cabaña San Arsenio de los Ballester”.
Sin embargo, con el estigma social de que si uno no tiene título universitario no hay futuro, tuvo un paso fugaz por la Facultad de Agronomía de Luján y por la Universidad de Belgrano. También pasó un tiempo en una inmobiliaria en Capital Federal. En ese época, la lectura de libros de autoayuda lo llevaron a reflexionar sobre la búsqueda de su camino.
“Entendí que lo importante en la vida era adquirir conocimientos y que la universidad era un camino, pero había un montón de otros que me podían acercar a esa integridad que como persona buscaba”, detalla.
A los 22 y pese a ganar mucho dinero vendiendo propiedades, en ese explorar hacia adentro y afuera, un día dejó todo y se fue a la playa a vivir: “Con mi corta edad, me di cuenta que la plata no hace la felicidad y me fui a Chapadmalal”.
Con el correr de los días, allí entendió que se quería al lado de los caballos y que en todo ese tiempo los mantuvo bloqueados por el deber de ser. Sintió que era hora de cumplir ese sueño que tuvo desde chico: hacer un viaje por el mundo a caballo. Y se puso firme para concretarlo. “Una noche vino a mí esa imagen de cuando era chico y jugaba que cabalgaba por el mundo, ayudando a la gente, conociendo los misterios de los países y de las personas y fue un clic para mí”, relata.
De ahí en más, no pasó un día que no se acostara imaginando ese momento: “Era el llamado de mi vida y empecé a programar para hacerlo realidad: el mismo viaje a Nueva York que Mancha y Gato. Convertí mi vida en eso que tanto soñé de niño”. Se volvió de la playa y en ocho meses organizó el tan ansiado viaje: buscar caballos, equipamiento y conseguir dinero para estar listo el domingo 4 de agosto.
Un criador de Pedro Luro, otro de Tapalqué y el último de Azul fueron los que gentilmente le prestaron los caballos, con el compromiso de que sean devueltos a su regreso. Con el mismo recorrido que Tschiffely, el joven realiza en promedio 30 kilómetros por día y va parando donde ve una tranquera abierta y gente de campo bien predispuesta a alojarlo.
Si bien no es el dueño, con estos caballos, un zaino, un moro y un gateado que se convirtieron en sus compañeros de ruta, ya ha generado un vínculo inquebrantable. “Lo único que me importa es que mis caballos tengan las mejores condiciones, que todas las noches tengan un buen lugar para descansar. Tenemos una relación especial que si les pasa algo me largo a llorar. Son el gran ejemplo de cómo quiero vivir”, dice.
“No planifico dónde dormir; donde encuentro luz, me mando y pido alojamiento para mi y para mis tres compañeros. La gente está feliz de recibirme cuando les cuento mi historia. Siempre el kilómetro 22 es una distancia razonable para ir buscando alojamiento. Mi maleta tiene lo básico e indispensable: una muda de ropas, frutos secos, bolsa de dormir, un calentador para cocinar y no mucho más. El 80% de mi equipamiento es para los caballos: un kit veterinario, herraduras, herramientas par herrar”, agrega.
Lo que más le impresiona a Biderman es la repercusión que tiene su travesía en las redes sociales: “Es una cosa impresionante, la gente me escribe que me quiere recibir, que cuándo voy a pasar por tal lugar y esas cosas”.
El viaje no tiene fecha ni tiempo de llegada, es lo que le depara el destino en cada lugar al que llega. “Esto no es un viaje, sino una filosofía de vida”, finaliza.