Como en la moraleja del cuento “El traje nuevo del emperador”, de Hans Christian Andersen, el dictador Nicolás Maduro está más desnudo que nunca, aunque Cristina Kirchner se niegue a soltarle la mano. Todo el mundo sabe ya que el régimen chavista ha sufrido en las urnas una derrota sin atenuantes que ni sus presuntos aliados en la región pueden desconocer. Esta vez la oposición venezolana hizo lo que debía hacer: logró unirse y se garantizó la presencia de unos 80.000 fiscales en las 30.000 mesas de votación dispuestas para los comicios presidenciales, merced a lo cual pudo reunir más del 80% de las actas electorales digitalizadas, que arrojan un triunfo para Edmundo González Urrutia con el 67% de los votos, contra el 30% de Maduro, y recorren las redes sociales. El Consejo Nacional Electoral (CNE), dominado por el gobierno, proclamó la victoria del actual presidente con el 52,1% de los sufragios, sin exhibir hasta el momento ningún acta.
Maduro fue el protagonista de la crónica de una farsa anunciada por él mismo, cuando pocos días antes de la contienda electoral aseguró que iba a ganar “por las buenas o por las malas”. Confirmó así el grotesco fraude masivo dirigido a consolidar un régimen dictatorial bajo la ficción de un proceso electoral viciado desde el comienzo hasta el final. Desde la proscripción de candidatos opositores, como María Corina Machado, hasta la detención ilegal de sus asesores y otros dirigentes disidentes, y desde las trabas para que casi 5 millones de ciudadanos venezolanos en el extranjero pudieran ejercer su voto hasta la persecución de fiscales y la manipulación de las urnas pusieron en evidencia la naturaleza represiva y fraudulenta del régimen.
Además de experimentar el más grande éxodo de la historia del hemisferio occidental, con más de 7,7 millones de venezolanos exiliados en la última década, tanto la ONU como distintas organizaciones de derechos humanos han reportado años de continuos crímenes de lesa humanidad, que incluyen detenciones arbitrarias, torturas, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales para borrar las disidencias.
La relación entre el kirchnerismo y el régimen de Maduro sigue gozando de buena salud
La muerte del Estado de Derecho en Venezuela se produjo a la vista de todos. Y si hasta hace poco algunos distraídos pretendían desconocer las violaciones de los derechos humanos del régimen de Maduro, estas se potenciaron en la opinión pública mundial tras los últimos acontecimientos.
El Helicoide fue concebido en los años 50 como un centro comercial futurista que representaba el afán de entonces por el progreso y la modernidad en medio de la bonanza petrolera venezolana, pero hoy es el mayor símbolo de la opresión y represión ilegal del régimen de Nicolás Maduro. Este caracol de cemento de 13 pisos ubicado sobre una colina de Caracas, en Roca Tarpeya, se ha convertido en el más grande centro de torturas de América Latina, por el que han pasado innumerables presos políticos. Su diseño, cuya originalidad había sido reconocida por Pablo Neruda y Salvador Dalí, imita el de la Torre de Babel y apuntaba a que los clientes del proyectado shopping pudieran llegar en automóvil hasta la propia puerta de cada local comercial, pero paradójicamente terminó siendo una unidad del siniestro Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) llena de oscuras celdas.
Informes de organizaciones como Human Rights Watch y un más reciente documental realizado por el Centro para el Estudio de las Sociedades Abiertas (Cescos), la Fundación Friedrich Naumann Argentina y Atlas Network, titulado “Ecos de libertad: historias del Helicoide”, han recreado, a través de testimonios de prisioneros y carceleros, los escalofriantes hechos vividos por quienes pasaron por ese centro de detención: descargas eléctricas, asfixia, brutales palizas y constantes amenazas de muerte.
Hasta el 23 de enero de 2018, Víctor Navarro era un joven estudiante universitario consagrado al trabajo social para ayudar a personas en situación de calle. Un día después, 35 oficiales encapuchados, sin orden de captura ni de allanamiento, ingresaron en su domicilio y lo llevaron al Helicoide, donde fue detenido y torturado durante cinco meses, al cabo de los cuales fue liberado tras una negociación política y bajo condiciones tales como la prohibición de salir del país, usar redes sociales o hacer declaraciones a la prensa. Pudo escaparse de Venezuela y pedir refugio en la Argentina. Hoy tiene 29 años de edad y es un activista de derechos humanos cuyo propósito es visibilizar lo que está sucediendo en su país con el fin de lograr el apoyo de la comunidad internacional para cerrar los centros de torturas en Venezuela y en el mundo. Para eso ideó una experiencia de realidad virtual, “Realidad Helicoide”, que permite apreciar a quien transita por el inhóspito centro de detención las atrocidades que él y miles de personas vivieron como presos políticos del chavismo.
Entre los muros del Helicoide se han perpetrado actos de violencia que dejaron cicatrices indelebles en quienes fueron allí privados de su libertad. “La dimensión del daño puede llegar a deshumanizarte tanto que sientes que estás perdiendo tu propia identidad y que no sepas quién eres, y hasta te generen culpabilidad. La cárcel no se termina cuando sales de allí. Es una tortura constante”, narra Navarro. La posibilidad del suicidio pasó más de una vez por su cabeza mientras estuvo detenido. Y aun hoy el sonido de las llaves, el tamaño de los edificios o la luz del sol han pasado a tener una percepción distinta para él: el daño es irrecuperable.
Los testimonios que se escuchan en “Ecos de libertad” son elocuentes sobre el horror que se vivió y aún se vive en El Helicoide. “Te vamos a llevar a una entrevista en la que vas a conocer al diablo”, recuerda Diannet Blanco que le dijeron cuando se la trasladó a ese centro de detención; más tarde recibiría descargas con una Taser en sus senos y en otras partes de su cuerpo. En tanto, Javier Tarazona, reconocido defensor de los derechos humanos que dirige la organización FundaRedes, lleva 1129 días de detención arbitraria, acusado de traición a la patria e instigación al odio.
Precisamente, la llamada ley contra el odio, por la convivencia pacífica y la tolerancia, sancionada en noviembre de 2017 por la objetada Asamblea Constituyente de Venezuela, conformada exclusivamente por militantes del chavismo, se convirtió en el instrumento para justificar las persecuciones del régimen contra sus opositores y para intentar silenciar a la prensa. La norma establece penas de hasta 20 años de cárcel, el cierre de medios de comunicación y multas a empresas y medios electrónicos. Ha sido fuertemente criticada por considerársela diseñada para penalizar la disidencia política y para promover la censura y la autocensura.
El rey Maduro está desnudo. Pero nada garantiza que vaya a dejar el poder ni mucho menos admitir su derrota electoral. Ni él, ni muchos de sus funcionarios ni los jefes militares de Venezuela podrían salir de su país sin correr riesgos de ser apresados, puesto que tanto en la Corte Penal Internacional de La Haya como en distintos países hay procesos abiertos contra ellos por violaciones de los derechos humanos. Quienes gobiernan hoy Venezuela están convencidos de que podrán sostener el statu quo mientras la fuerza de las armas esté bajo su control. ¿Es en este contexto viable el cambio político por la vía de las urnas? El reconocimiento de los legítimos vencedores y la salida hacia una auténtica democracia no parecen sencillos, aunque la presión internacional podría hacer que en algún momento se rompa la cadena de mando y se desmorone el régimen.
El propio Maduro, quien afirmó que esta vez “no habrá perdón” para los disidentes, anunció la construcción de dos cárceles de máxima seguridad y habló de “campos de reeducación” para los díscolos. De sus declaraciones se desprende que se avecina una nueva etapa de represión ilegal y terrorismo de Estado en su máxima expresión.
Las salvajes historias del Helicoide y de otros centros de detención venezolanos, tan parecidas a las atrocidades que vivió la Argentina en los años 70, parecen ser ignoradas en nuestro país por los cultores de un falso progresismo, probablemente con el afán de ocultar los espurios negocios que los ligaron con el chavismo. Hoy Maduro puede representar una mancha venenosa para el kirchnerismo, pero ya es muy tarde para que este intente despegarse.
La vigencia de la sintonía entre el kirchnerismo y el chavismo quedó en evidencia ayer, durante la conferencia que ofreció Cristina Kirchner en la jornada organizada en México por el Instituto Nacional de Formación Política de Morena. Allí la expresidenta elogió el principio de no injerencia en los asuntos internos de otros países que siempre ha reivindicado México y destacó el avance de los gobiernos nacionales y populares durante la primera década del siglo XXI, mencionando en primerísimo lugar a Hugo Chávez.
La expresidenta argentina también expresó que en Venezuela “no hay diablos ni ángeles” y le envió un irónico mensaje a la líder opositora María Corina Machado, al señalar, en referencia a su participación en una marcha pública efectuada ayer en Caracas: “Nos sentimos halagados de que haya terminado con su período de clandestinidad”. En su única diferenciación con el régimen de Maduro, pidió que “por el propio legado de Chávez se publiquen las actas” electorales, en sintonía con un comunicado que firmaron los presidentes de México, Brasil y Colombia, países que se abstuvieron de firmar el proyecto de declaración de la Organización de Estados Americanos (OEA) para solicitar transparencia en los comicios venezolanos.
La relación entre el kirchnerismo y el régimen de Maduro, en síntesis, sigue gozando de buena salud. Javier Milei, agradecido.