El abismo de Maduro y la transición venezolana

El final hasta ahora catastrófico de las elecciones presidenciales venezolanas plantea incógnitas diversas, muy difíciles de resolver en lo inmediato. Las más urgentes y perentorias son, sin duda, las referidas a la propia situación del país, a la conmoción social que vuelve a atravesarlo y al futuro de su sistema político. No menos importantes y significativas son, sin embargo, algunas otras cuestiones que conectan con los procesos de crisis de la democracia en el resto de los países de la región.

Las imágenes apocalípticas de la televisión reflejan estampas que recuerdan el derrumbe de los regímenes autocráticos en muchos otros lugares del mundo. Escenas dramáticas en las que la realidad supera a la ficción avanzada de filmes como Joker. Coberturas mediáticas que, sin duda, deben más al extremismo de los productores del espectáculo político que a la realidad factual de lo que sucede. Sin embargo, lo cierto es que logran llevar al primer plano de nuestra atención los avatares propios de un nuevo proceso de transición democrática, que impactará en la situación interna de la mayoría de los países hoy involucrados en el seguimiento de la crisis.

Venezuela ofrece una versión extrema del tipo de regímenes híbridos que Steve Levitsky y Lucan Way han tipificado como “autoritarismos competitivos”, aludiendo a la dinámica de sistemas de poder basados en una combinación inestable de principios antinómicos como la aceptación de elecciones semi-competitivas y violaciones abiertas de casi todos los principios y garantías de las democracias electorales.

La experiencia venezolana es sin duda la de una democracia autocrática. Nadie puede negarle su condición de “democracia” y nadie puede tampoco soslayar su dinámica autocrática. Es un régimen basado en el dominio de una oligarquía militar muy distinto y distante del modelo originario de Hugo Chávez. Hay que recordar que los procesos electorales y la calidad de sus escrutinios fueron siempre escrupulosamente respetados. De hecho, la mayoría de quienes gobernaron con Chávez y lideraban eventuales procesos sucesorios viven hoy en el exilio – como Rafael Ramírez Carreño- o han muerto en las cárceles venezolanas como el General Raúl Baduel. Sin mecanismos de renovación interna, el gobierno de Nicolás Maduro se ha agotado en sí mismo y se precipita a un abismo que solo puede terminar en un colapso del régimen de consecuencias todavía muy poco previsibles.

Si algo lo sostiene todavía es la ventaja relativa que le brinda un apoyo popular que nace de los reflejos defensivos ante el bloqueo externo de Estados Unidos y sus aliados en la región, producto de los mismos errores de la estrategia adoptada desde los años sesenta en el caso de Cuba y otros países del Caribe. Una parte de la sociedad reacciona contra “los enemigos de afuera y de adentro” y abomina de los residuos de la vieja política y la demanda opositora de una intervención abierta de otros países.

Si bien las imágenes evocan el derrumbe abrupto de las dictaduras de Europa del Este o más recientemente las de los países africanos, las realidades subyacentes permiten pensar en alternativas menos catastróficas. La Venezuela actual es diferente a la de hace algunos años. Venezuela ha dejado de estar aislada. Los cambios geopolíticos han incidido en los mercados y la dictadura ha alcanzado acuerdos de subsistencia con sectores importantes de la política y los negocios tanto en EE.UU. como en gran parte de los países europeos, para no hablar del apoyo irrestricto de China, Rusia o Irán. De hecho, la actual función arbitral asumida por países como Brasil, México o Colombia tiene mucho que ver con la construcción lenta pero segura de nuevos mecanismos de articulación institucional política regional, destinados a suplir la crisis de legitimidad de las instituciones heredadas de la Guerra Fría.

Con diferencias importantes en las estrategias de salida, casi todos los países concuerdan hoy en la idea de imponer a Maduro una solución transparente del proceso electoral, como condición previa no negociable a cualquier otro esquema sea de continuidad o de transición. La mejor noticia es sin duda la de que los países del continente asumen funciones que en otro tiempo se arrogaban unilateralmente algunos países europeos con conflictos de intereses, tales como España o Francia, hoy sumidos en sus propios problemas internos. América para los americanos, en el mejor sentido posible de la expresión.

Las razones para el optimismo son importantes y conviene puntualizarlas. El mundo en que vivimos – nos recuerda el filósofo Daniel Innerarity – “tolera cada vez menos un ejercicio de la autoridad que no sea delegado, provisional sometido a control y revocable”. En el nuevo escenario internacional, la sola existencia de un ejercicio del poder que se pretenda exceptuado de un mecanismo de delegación transitoria y revisable periódicamente es ya inaceptable.

En Venezuela, la democracia ha tropezado por fin con un obstáculo demasiado serio. Más allá de la capacidad momentánea del régimen para sortear las dificultades de la coyuntura, su cuenta regresiva ha comenzado. Las divergencias se plantean a la hora de definir los escenarios de salida.

Para un sector, representado por el Grupo de Lima y por los países que pugnaron sin éxito de obtener esta semana una condena en la OEA, la solución pasa por una presión externa, orientada a desatar una presión popular capaz de precipitar una quiebra del sistema. Abogan por una rebelión de las fuerzas armadas y una victoria por demolición que instale en el poder a los líderes opositores. El modelo es el de las transiciones democráticas en los países de la Europa comunista.

Para otro sector, representado por países como Brasil, México, Colombia y la comunidad europea, el modelo es de las transiciones exitosas de los últimos cuarenta años. Para perdurar en el tiempo, las transiciones deben responder a presiones endógenas y en el surgimiento imprescindible de liderazgos que nazcan de la propia sociedad venezolana. El ejemplo sigue siendo el de la transición española basada en un encadenamiento de pactos graduales y progresivos, hasta un punto de ruptura basado en consensos mayoritarios y en una reorganización institucional pactada entre sectores democráticos surgidos al interior del régimen actual y reforzados por las nuevas generaciones de dirigentes.

Esta es sin duda la salida que sustentan la mayoría de los expertos y conocedores de la política del continente y que impera en sectores importantes del gobierno y la sociedad de EE.UU., a los que les bastan las enseñanzas negativas recogidas a lo largo de las seis décadas de bloqueo a Cuba o las derrotas incluso militares sufridas en casi todas las guerras de la posguerra.

Venezuela asume de este modo la condición de experimento clave y trascendente para la discusión de la democracia en toda la Región. Es que, hoy por hoy, Venezuela somos todos y las incógnitas que se plantean allí son básicamente las mismas que se plantean en cualquier otra democracia del continente. De allí su importancia en la agenda institucional de los cambios en marcha.