El tsunami en el que está sumido Alberto Fernández tras la denuncia por supuesto tráfico de influencia en la causa seguros, a la que se agregó la denuncia por violencia de género en su contra y la filtración de videos en el despacho presidencial con una periodista, provocó un duro golpe de efecto en el universo peronista. Esta última saga de revelaciones, que da cuenta de una conducta privada inversamente proporcional al comportamiento intachable que exige la investidura presidencial, probablemente termine ubicando al ex referente del Frente de Todos en un lugar muy incómodo en la memoria colectiva argentina.
Pero además, la polémica desnuda la debilidad estratégica en la que se ubica el espacio peronista en general. Desde su emergencia, el peronismo se caracterizó por un notable pragmatismo ideológico y una extendida capacidad de adaptación a los diferentes contextos. Perón selló en la década de 1940 la incorporación de los trabajadores a la vida política argentina, pero no dudó en implementar un severo ajuste fiscal cuando las circunstancias lo requirieron. En el marco de la transición democrática, los renovadores con Antonio Cafiero a la cabeza comprendieron que para recuperar eficacia electoral, el peronismo debía actualizar ciertas reglas y procedimientos e incorporar nuevas agendas discursivas. Carlos Menem, en los 90, encaró un proceso de reformas de mercado que desmanteló el viejo Estado de bienestar y sintonizó con los aires liberalizadores que dominaban el contexto internacional. Tras la crisis del 2001, Néstor y Cristina Kirchner le dieron carnadura política a la demanda social “pos-neoliberal”, conduciendo una etapa vigorosa de crecimiento económico bajo el regreso de un Estado con pretensiones inclusivas.
En definitiva, a lo largo de su historia, la vigencia electoral del peronismo se sustentó sobre todo en una flexibilidad ideológica y organizativa que le permitió leer y encarnar alternativamente cada época. Así, los liderazgos en el partido se fueron sucediendo a partir de la legitimidad otorgada por las urnas (porque si hay una regla de oro en el peronismo es que el que gana conduce, y el resto acompaña). ¿Es acaso esta plasticidad la que ha llevado a pensar a sus detractores que cada proceso político puede ser el último?
Este ciclo de liderazgos sucesivos, sin embargo, parece haberse interrumpido con la figura de Cristina Kirchner. La salida del poder del kirchnerismo en 2015 no habilitó un proceso de renovación en el peronismo tal como había ocurrido en las experiencias previas. Esto se debió a un doble motivo. Por un lado, la ex presidenta mantuvo una popularidad y una capacidad de predicamento en una minoría intensa que siguió reconociendo sus atributos de liderazgo. Por el otro, el precipitado fracaso de Mauricio Macri en su mandato presidencial aceleró los tiempos e inhibió que el movimiento de las capas tectónicas derivara en una renovación dirigencial en el peronismo. A principios de 2019, lo nuevo no había terminado de nacer y lo viejo no había terminado de morir, con lo cual se conformó una candidatura de unidad -el Frente de Todos- con el kirchnerismo como socio mayoritario y sin que se pudieran procesar todas las diferencias que anidaban desde hacía tiempo en el justicialismo.
El rechazo social a Macri le devolvió súbitamente la eficacia electoral al kirchnerismo, pero cuando la competencia electoral culminó, afloró rápidamente el divorcio que sufría Cristina Kirchner con una porción mayoritaria de la sociedad. Ahora, la descomposición de la figura pública de Alberto Fernández al calor de las sucesivas filtraciones de fotos y videos compromete todavía más al peronismo porque recuerda la fallida experiencia de gobierno del Frente de Todos, caracterizado por un esquema de vetos cruzados y una fragmentación tal del poder que volvía imposible su ejercicio efectivo.
¿Cómo podría encarar el peronismo un nuevo y necesario cambio de piel ante una sociedad dominada por la desconfianza hacia el sistema político tradicional? El movimiento justicialista continúa en el laberinto en el que se encuentra desde hace más de una década. Cristina cuenta con el poder suficiente como para inhibir, en lo inmediato, un proceso de renovación dirigencial, pero no con el necesario como para devolver al peronismo al gobierno. ¿Vuelven los tiempos de “sin Cristina no se puede”?
El peronismo necesita dos condiciones para renovarse. Por un lado, encarar un proceso para una nueva actualización doctrinaria. La mirada en el sector mayoritario al día de hoy sigue siendo la misma que en los inicios de siglo. Por otro lado, necesita habilitar la posibilidad de que emerjan nuevos liderazgos a escala nacional en un espectro que va de Martin Llaryora a Axel Kicillof. Esto demanda reglas claras para competir y sobre todo voluntad política para hacerse cargo del bastón de mariscal.
En este marco, la suerte de Javier Milei en la Casa Rosada tendrá consecuencias en el principal espacio opositor. Si el libertario cae presa del descontento social y crecen las probabilidades de un recambio en 2027, el escenario sería parecido al de 2019: dado que lo que primará es el rechazo al oficialismo, habrá menos incentivos para la renovación y más chances de que la vieja dirigencia kirchnerista domine las listas. En cambio, si a Milei le va bien y, conjeturemos, reelige en 2027, habrá un contexto más favorable para una renovación integral. Con un horizonte temporal más largo, es más probable que el recambio generacional y de ideas tenga lugar en las filas justicialistas. Así, paradójicamente, un buen desempeño de gobierno y electoral de Milei incrementaría los incentivos para una renovación que trascienda al kirchnerismo y deposite al peronismo en una nueva etapa histórica.