Tarde en la noche, el capitán de navío Hans Langsdorff sigue enfundado en su impecable uniforme de la Armada alemana. Frente a la mesa de la habitación que le ha cedido la marina argentina en Dársena Norte escribe febrilmente. Son tres cartas: una para su esposa, otra para sus padres y la última dirigida al embajador del Reich en Buenos Aires. Han pasado seis días de la batalla y dos desde que tomó la dolorosa decisión de hundir su barco. En la carta al embajador escribe: “Solamente yo soy el responsable del hundimiento del acorazado Admiral Graf Spee (…). Soy feliz de poder evitar, pagando con mi vida, cualquier reproche que pudiera hacerse sobre el honor de la bandera. Iré al encuentro de mi destino con inquebrantable fe por la causa y el futuro de la Patria y de mi Führer”. Corren los primeros minutos de la madrugada del miércoles 20 de diciembre de 1939 cuando termina de escribir y cierra los sobres. El capitán, un oficial de carrera de 45 años, es hombre de decisiones firmes. Así como cuarenta y ocho horas antes mandó a pique su barco para que no cayera en manos del enemigo, ahora deja los sobres sobre la mesa, despliega sobre la cama la última bandera que ondeó sobre el Graf Spee, se acuesta sobre ella y se dispara un tiro en la cabeza.
Es imposible saber si ha escuchado el mensaje que dos noches antes difundió por la BBC de Londres el ministro de Marina británico, Winston Churchill. “Damas y caballeros, hemos recibido una noticia de Montevideo que nos llena de alegría: el acorazado de bolsillo Graf Spee, que durante semanas ha estado causando graves problemas en el Atlántico Sur, ha sido neutralizado y ha quedado restablecida la libertad de navegación de nuestra nación”, había dicho el hombre que pronto sería primer ministro y exigiría “sangre, fatiga, lágrimas y sudor” para llevar a Gran Bretaña a la victoria.
El marino alemán en su carta y el ministro británico en su mensaje se referían al epílogo de lo que pasaría a la historia como la batalla del Río de la Plata, el primer enfrentamiento naval entre las potencias que participaron de la Segunda Guerra Mundial. Ocurrió cerca de la desembocadura del río más ancho del mundo, a miles de kilómetros de los escenarios europeos donde por entonces se desarrollaba la ofensiva de la Alemania nazi. Porque el “acorazado de bolsillo”, como se conocía al Graf Spee, cumplía una misión precisa, casi a la manera de un barco corsario, en el Atlántico sur: atacaba barcos mercantes para cortar las líneas de abastecimiento inglesas que partían desde el continente americano.
Hasta el 13 de diciembre de 1939, cuando comenzó el enfrentamiento con tres barcos de guerra británicos, llevaba nueve cargueros hundidos sin causar un solo muerto, porque el capitán Langsdorff los interceptaba, los obligaba a rendirse, capturaba a las tripulaciones y recién entonces mandaba a los buques al fondo del mar.
El acorazado de bolsillo
El Graf Spee era un barco nuevo, botado hacia poco más de tres años. Formaba parte de una serie de tres barcos que los nazis habían armado respetando supuestamente el límite de 10.000 toneladas de desplazamiento que imponía el Tratado de Versalles, firmado luego de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial, aunque con un desplazamiento a plena carga de 16.020 toneladas, lo superaban ampliamente. Armado con seis cañones de 280 milímetros en dos torretas triples, el Admiral Graf Spee y sus buques gemelos -el Deutschland y el Admiral Scheer- fueron diseñados para vencer a cualquier crucero que fuera lo suficientemente rápido para capturarlos. Su velocidad máxima de 28 nudos (52 km/h) dejaba solo a un puñado de naves francesas y británicas lo suficientemente rápidas y poderosas para darles alcance y hundirlos.
Botado en enero de 1936, había operado en misiones de apoyo a las tropas franquistas durante la Guerra Civil Española entre ese año y 1938. Antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, Hitler ya tenía planes precisos para él. Cuando partió al mando de Langsdorff desde la base Wilhemshaven la tarde del 21 de agosto de 1939, sus órdenes eran dirigirse al Atlántico sur y esperar. Faltaban diez días para la invasión de las tropas alemanas a Polonia que desataría el conflicto y cuando, en respuesta, Gran Bretaña le declaró la guerra a Alemania el 3 de septiembre, Langsdorff recibió la orden de interceptar, capturar y hundir los buques mercantes de abastecían a los ingleses, evitando enfrentarse con barcos de guerra.
Se cobró la primera víctima el 30 de septiembre, cuando hundió al carguero británico Clement cerca de Pernambuco, Brasil, y ya no se detuvo. Para diciembre llevaba capturados y hundidos nueve mercantes, con un total de más de 50.000 toneladas. En ninguna de esas operaciones hubo muertos, porque Langsdorff capturaba primero a los tripulantes, a los que luego acercaba a tierra con su barco de abastecimiento, el Altmark.
En los primeros días de diciembre, dos de los “blancos” del acorazado de bolsillo, el Doric Star y el Tairoa, consiguieron transmitir su posición por radio antes de ser capturados, y el alto mando británico le ordenó al comodoro Henry Harwood, con base en las Islas Malvinas, que encontrara y hundiera al Graf Spee. Así comenzó la cacería a cargo de tres barcos de la Escuadrilla de América del Sur, el Ajax -donde tenía su puesto de mando Harwood-, el Exeter y el Aquiles.
La batalla del Río de La Plata
Mientras tanto, el acorazado de bolsillo seguía buscando víctimas. El 9 de diciembre, el segundo al mando, capitán de corbeta Friedrich Rasenak, escribió: “Nuestra Dirección Naval nos informa que desde Montevideo zarpará un convoy británico, constituido por 4 vapores con un total de 30.000 toneladas protegido por un crucero auxiliar. Nos acercamos gradualmente al punto de concentración de los barcos mercantes -que van y vuelven- del Río de la Plata. Allí tendremos que encontrar algo, al menos al crucero que hace guardia”.
Ese “algo” lo encontraron con las primeras luces del día del 13 de diciembre, cuando el vigía del Graf Spee avistó al crucero pesado Exeter. Nunca quedó claro si Langdorff lo confundió con un mercante o supo desde el primer momento que se trataba de un buque de guerra y -desobedeciendo órdenes- decidió atacarlo igual, incluso después de detectar la presencia de otros dos barcos más pequeños. Pensó que eran barcos de apoyo y no dos cruceros livianos fuertemente armados, el Ajax y el Aquiles.
El combate comenzó a las 6:17 de la mañana, cuando el comandante del acorazado de bolsillo ordenó disparar contra el Exeter. Las andanadas fueron precisas: en pocos minutos el Graf Spee destruyó dos aviones, los reflectores y la torre del barco inglés, que quedó con la timonera bloqueada, y mató a varios tripulantes. El Exeter respondió con torpedos que el acorazado alemán pudo esquivar, pero pronto quedó a la defensiva, cuando se sumaron el Ajax y el Aquiles a la batalla. En la refriega, el capitán Langsdorff fue herido por esquirlas en el hombro y en un brazo.
El combate se prolongó durante una hora y veinte minutos. Pasadas las 7:30 de la mañana, el capitán del Graf Spee ordena lanzar una cortina de humo para proteger la huida de acorazado hacia Montevideo, perseguido por los dos cruceros livianos, con los que intercambia disparos esporádicamente durante todo el día. Finalmente, cerca de la medianoche, el barco de Langsdorff -con graves daños- pudo refugiarse en el puerto uruguayo. El parte que el capitán envía a Berlín da cuenta de una tripulación diezmada: “36 muertos, 5 heridos graves, 53 ligeramente heridos, 14 de ellos afectados por gas venenoso”, consigna.
Las armas de la diplomacia
Con el Graf Spee refugiado en el puerto de Montevideo se inició otra batalla, donde la política y la diplomacia reemplazaron a los torpedos y las balas. El embajador alemán le informó a Langsdorff que el gobierno uruguayo, presidido por Alfredo Baldomir, le daba 48 horas para abandonar el cuerpo, un plazo en que era imposible hacer las mínimas reparaciones que necesitaba el barco, acorralado por los navíos ingleses que esperaban que zarpara para atacarlo.
Quedó claro desde el principio que Uruguay, que tenía fuertes intereses comerciales con Gran Bretaña, no sería neutral en la cuestión. En ese contexto, el embajador de Su Majestad Jorge VI en Montevideo, Eugen Millington-Drake, obró con rapidez y eficiencia en las reuniones que mantuvo con el canciller Alberto Guani y el propio presidente Baldomir.
Los uruguayos impidieron que Langsdorff recibiera ayuda de los astilleros locales para hacer las reparaciones y condicionaron extenderle el plazo de permanencia en el puerto si permitía un grupo de inspectores abordara el acorazado para evaluar los daños. Al principio el capitán alemán se negó, seguro de que esa información llegaría de inmediato a los británicos, pero finalmente debió acceder porque era su última oportunidad para quedarse en el puerto. El dictamen local no lo favoreció: para los inspectores, el Graf Spee solo tenía “impactos menores”.
A Langsdorff solo le quedaba un camino: zarpar rápidamente y tratar de llegar al puerto de Buenos Aires antes de que nuevos barcos británicos -que ya navegaban por el Atlántico sur hacía el Río de La Plata- se sumaran al cerco. Iba a hacerlo el 15 de diciembre, pero el embajador inglés hizo una nueva jugada que se lo impidió: ordenó zarpar de urgencia a un mercante británico, el Asworth, y esgrimió ante las autoridades uruguayos un tratado internacional que un buque de guerra debía esperar 24 horas para zarpar después de que lo hiciera un buque mercante con bandera enemiga. Pasado ese tiempo no solo podría salir del puerto, sino que estaba obligado a hacerlo, porque no le permitirían quedarse un minuto más en Montevideo.
Explosión y huida
El 16 de diciembre, después de consultar a Adolf Hitler, el alto mando alemán le dio carta blanca a Langsdorff para que obrara según su criterio para que el Graf Spee no cayera en poder de los buques enemigos que lo cercaban. Con esa autorización, la madrugada del 17 el capitán reunió a la tripulación y dio órdenes de destruir documentos y armas. También dio a conocer su plan para evacuarlo antes de hacerlo volar por los aires. Esa misma mañana, el mercante alemán Tacoma, que también estaba atracado en el puerto de Montevideo, se acercó al acorazado hasta la distancia en que se pudieron extender unas lonas por las que pudieron abordarlo, deslizándose sobre ellas, todos los tripulantes que no eran indispensables para maniobrar el barco.
Finalmente, con una dotación mínima encabezada por Langstroff, el Graf Spee salió del puerto de Montevideo a las 18:30 y se dirigió hacia el Pontón de la Recalada mientras el Tacoma se dirigía a la desembocadura del Río de la Plata. A las ocho de la noche, seis explosivos colocados en lugares estratégicos del acorazado estallaron simultáneamente y el barco comenzó a hundirse, mientras el capitán y los tripulantes abordaban dos remolcadores, Coloso y Gigante, y la chata Chiriguana. Minutos después, el resto de la tripulación que se había refugiado en el Tacoma abordó también esos tres barcos en medio del río.
El Coloso, el Gigante y la Chiriguana, con 1055 tripulantes del Graf Spee hacinados a bordo, llegaron al puerto de Buenos Aires el mediodía del 18 de diciembre. Los suboficiales y marineros fueron alojados en el Hotel de Inmigrantes mientras que los oficiales eran trasladados al ex Arsenal de la Marina en la Dársena Norte de Retiro. Allí se suicidó, después de escribir las tres cartas y acostarse sobre la bandera de guerra de su barco, el capitán de navío Hans Lagstroff. Utilizó su arma reglamentaria, que la Armada Argentina le había permitido conservar, una pistola Máuser Werke AG. Oberndorf calibre 7.65.
Los restos y las polémicas
Aún hundido, el Admiral Graf Spee siguió siendo una preciada presa de guerra. Más allá de su victoria en la Batalla del Río de La Plata, la Real Marina Británica había quedado sorprendida por la precisión de los disparos del acorazado de bolsillo. Los marinos británicos querían saber cómo la habían logrado y para descubrirlo necesitaban recuperar el telémetro de barco. Para eso, en 1942, un equipo inglés oculto detrás de la fachada de una empresa uruguaya, negoció con el gobierno nazi el permiso para buscar los restos hundidos en el río. Los alemanes autorizaron la misión sin imaginar que estaban abriéndole una puerta a la inteligencia naval enemiga que, sin embargo, no pudo encontrarlo.
Recién 65 años después del hundimiento, un equipo liderado por los uruguayos Alfredo y Felipe Etchegaray encontró el ansiado telémetro, que ya no tenía ninguna utilidad bélica, y también pudo rescatar un águila de 300 kilos con una cruz esvástica entre las patas. Se desató entonces otra batalla, esta vez entre los rescatistas y el gobierno uruguayo, al que reclamaban los costos del rescate. Fue un enfrentamiento mucho más prolongado que la Batalla del Río de La Plata, que pareció terminar a fines de 2021, cuando la Justicia ordenó al gobierno que subastara el águila y el telémetro para pagarles a los rescatistas.
Apenas conocida la noticia, el empresario argentino de origen judío Daniel Sielecki hizo pública su intención de comprar el águila para hacerla “volar en mil pedazos” y evitar así que se convirtiera en un objeto de culto para los neonazis. No pudo, porque en una nueva instancia la justicia uruguaya ordenó suspender la subasta y le dio la custodia del águila al gobierno.
La última escaramuza de la batalla por el águila y el escudo data del año pasado, cuando se informó que serían fundidos para que el artista uruguayo Pablo Atchugarry usara el metal para convertirlo en una paloma de la paz. Tampoco pudo ser, porque esa decisión también provocó polémicas y apenas un día después, el presidente Luis Lacalle Pou dio marcha atrás debido a que “hay una abrumadora mayoría que no comparte esta decisión, y uno quiere generar paz, lo primero que tiene que hacer es generar unión. Claramente esto no la ha generado”.
Mientras tanto, casi toda la estructura del Graf Spee sigue reposando en el lecho del Río de la Plata, señalizados con una boya luminosa de peligro aislado -de luz blanca, con dos destellos cada diez segundos- y una boya ciega porque son un peligro para la navegación.