En una acogedora cafetería del Centro Histórico de Lima, dos jóvenes se sientan cerca de la ventana, donde los últimos rayos del sol iluminan suavemente las calles adoquinadas. El aroma del café recién preparado llena el aire, y la música suave parece acompañar el vaivén tranquilo de la conversación. Hablan sobre las historias del pasado y momentos divertidos, pero en un instante, uno de ellos, curioso, lanza una pregunta inesperada: “¿Sabías dónde se inauguró el primer café del mundo?”.
La pregunta queda suspendida en el aire. Ambos piensan durante unos segundos antes de llegar a una conclusión basada en lo que su sentido común les dicta. El café debe haber surgido en Europa, afirman con confianza, por la fama de las cafeterías de ciudades como París y Viena. América, pese a que fue el continente que cultivó la planta, no parece ser el lugar donde la bebida comenzó a tener el impacto que conocemos.
Sin embargo, esta respuesta da paso a nuevas interrogantes que ninguno de los dos anticipaba. Si Europa fue su cuna, ¿cómo se estableció el café en el Perú? ¿Quién fue el visionario que fundó el primer café en el país? ¿Acaso un peruano fue el responsable de introducir este negocio en nuestras tierras?
En el libro “Cafés y fondas en Lima ilustrada y romántica” de Oswaldo Holguín Callo, se encuentran las respuestas a estas interrogantes. “A poco de aparecer en Europa occidental en la segunda mitad del siglo XVII, los cafés se convirtieron en espacios centrales de la vida social, política y cultural de las ciudades más importante, y así, con el paso del tiempo, en Venecia, Londres, París, Viena, Berlín y otras urbes, se erigieron en escenarios predilectos de la tertulia, incluso de la que, a pesar de la vigilancia de las autoridades, tenía motivaciones políticas, acunaron el nacimiento de sociedades secretas y, no pocas veces, a su abrigo se conspiró y fraguó algaradas callejeras y hasta revoluciones”, escribió.
En el siglo XVIII, surgieron establecimientos destinados a un público diverso en varios países de Europa a un ritmo vertiginoso. Este fenómeno fue impulsado por diversos factores sociales y culturales, como el auge de las modas y el afán de renovación. Cabe destacar que, al principio, estos locales eran frecuentados por un selecto grupo de personas, compuesto por burócratas, intelectuales y comerciantes adinerados.
Con el paso del tiempo, el negocio del café cruzó fronteras hasta llegar a América, específicamente al Perú. Sin embargo, surge la pregunta: ¿por qué tardó tanto en llegar? Respecto a esta cuestión, Holguín Callo citó a López Cantos para señalar que las “razones políticas habrían determinado que América española conociera los cafés con tardanza; superados impedimentos y trabas, aparecieron en algunas ciudades principales en las últimas décadas del siglo XVIII”.
La primera ciudad de Iberoamérica en la que se inauguró un café fue Lima, conocida como la ‘Ciudad de los Reyes’. Sin embargo, no fue un criollo o peruano el responsable de este negocio en la capital, sino un ciudadano extranjero.
Perú tuvo el primer café de Iberoamérica
Antes de la irrupción de los cafés en Lima a finales del siglo XVIII, ya existían establecimientos donde se servían comidas y bebidas. Entre ellos se encontraban bodegones, cocinerías y mesas redondas, lugares en los que se conversaba, aunque no de manera extendida.
A medida que los cafés comenzaron a proliferar en la capital, los otros establecimientos experimentaron una disminución en la cantidad de comensales, ya que los nuevos locales ofrecían un servicio más moderno y un ambiente refinado que atraía a una clientela más diversa.
Oswaldo Holguín Callo, autor del libro “Cafés y fondas en Lima ilustrada y romántica”, dio a conocer quiénes fueron los responsables de implantar el negocio del café en Lima.
“(…) En su segunda mitad, sobre todo en su último tercio (del siglo XVIII), se radicaron en Lima unos cuantos italianos y franceses con poca o mucha experiencia en la preparación de comidas y bebidas ―cocineros, reposteros, panaderos, etc.―, entre los cuales hubo quienes entraron a trabajar en casas importantes, o quienes decidieron abrir y dirigir, generalmente en sociedad con un paisano, establecimientos propios de su oficio: fondas, bodegones (…) cafés, panaderías, etc.”, contó.
Precisamente, fue un italiano, Francisco Serio, quien introdujo el café en Lima. Antes de ofrecer detalles sobre el primer local y los que surgieron posteriormente, es importante señalar la existencia de un documento que da algunas luces sobre el origen del café.
En el libro consultado, se puede encontrar una página del artículo escrito por el ilustrado Joseph Rossi y Rubí, reconocido como el primer cronista de temas de café en Iberoamérica. El papel antiguo lleva como título “Rasgo histórico y filosófico sobre los cafées de Lima” y se publicó en el Mercurio Peruano en 1791. Con este documento se puede afirmar que Lima tuvo el primer café de Iberoamérica.
Es menester aclarar que Iberoamérica abarca los países de América donde se hablan idiomas derivados del latín, específicamente el español y el portugués, debido a la colonización realizada por España y Portugal.
Volviendo al asunto, esta página historiográfica se considera el primer documento que respalda el origen del café. Sin embargo, algunos investigadores han propuesto una fecha anterior basada en sus hallazgos.
Al respecto, Holguín Callo escribió lo siguiente: “Casi un siglo después, el general Manuel de Mendiburu, sin citar a Rossi y Rubí, amplió el panorama, sumándose al elenco más tarde, hasta nuestros días, algunos cronistas y memorialistas e historiadores tanto difuntos como actuales. Así, merced a la curiosidad de Rossi y Rubí venimos a saber que ‘hasta el año de 1771, no hubo en Lima ningún café público’ y que ese año Francisco Serio estableció en la calle de Santo Domingo (o del Correo Viejo), ‘una como tienda de nueva invención y estraña [sic] para el país, esto es, un cafée’”.
En 1775, Francisco Serio transfirió la propiedad de su café de Santo Domingo. Un año después, fundó el Café de Bodegones, nombrado así por la calle donde se ubicaba. El establecimiento, elegantemente decorado, ofrecía un salón de billar y juegos como ajedrez y damas. Su clientela incluía funcionarios de la burocracia, intelectuales y prominentes comerciantes, hasta su cierre en 1860.