PUERTO ARGENTINO (Islas Malvinas).- 07.39: llueve y las gotas se transforman en hielo de diciembre. 08.21: sale el sol por primera vez. 08.37: como regalo, un arcoiris (única cosa con colores saturados en este lugar). 10.50: llueve y se arman copitos ínfimos de nieve que pegan como piedritas mientras se escucha una oración. 14.10: copos más grandes que se mueven llamativamente de forma horizontal. 15.30: ya no hay copos. A todo momento: un viento que nunca corta, que te pone la piel roja y le da textura, que te quema, que se mete por los recovecos de la ropa, que te entumece los dedos de las manos y los pies hasta no sentirlos, que te seca los ojos.
El primer contacto con esa corriente se da cuando se abre la puerta del avión de Andes con el número de vuelo O4 680, que partió de Ezeiza a la 1.30 de la madrugada del miércoles y tocó suelo en las Islas Malvinas a las 7.28, con 150 familiares de caídos en la guerra de 1982 y un grupo de periodistas, entre ellos LA NACION, para visitar el Cementerio de Darwin. En la comitiva, 26 personas mayores de 85 años fueron prioridad a la hora de armar las listas, al igual que aquellos allegados de los soldados que murieron en el hundimiento del ARA General Belgrano, que estaba fuera de la zona de exclusión, el 2 de mayo de 1982.
Se trató del tercer vuelo de este tipo. Después de cinco años (el último viaje humanitario a las Islas fue antes de la pandemia, en 2019), Aeropuertos Argentina 2000, la empresa de Eduardo Eurnekian, volvió a organizarlo con la colaboración del gobierno argentino y la embajada británica en Buenos Aires.
Después de recorrer poco más de una hora desde Río Gallegos -donde hizo escala-, las islas Soledad y Gran Malvina se divisan desde el aire, con la silueta inconfundible aprendida en mapas y dibujos que se esparcen por toda la geografía argentina. Carlos Pasinato, de 55 años, apoya su frente contra la ventanilla y analiza las formas cartográficas con las reales. La tierra color verde; el rugido del Mar Argentino, que va del marrón a los tonos azulados. Esta es la primera vez que ve de cerca las aguas donde murió su hermano Jorge, en el ARA General Belgrano. El buque está tatuado con los colores de la bandera argentina sobre el brazo izquierdo que posa sobre la ventana ovalada del avión. Un poco más arriba, cerca del hombro, están dibujadas las islas sobre su piel. Desde la noche previa no pudo pegar un ojo porque, además de la emoción, nunca había viajado en avión. “Yo siempre quise venir, no tenía claro cómo. Y me enteré de esta posibilidad el día de mi cumpleaños, el 2 de noviembre. Fue un regalo del cielo”, dice a LA NACION. Su madre ya había visitado el archipiélago que emerge en el Atlántico Sur y esta vez viajó acompañado por otro de sus hermanos.
Como una forma de aviso del clima embravecido, el viento mueve de un lado a otro la cola de la aeronave antes de tocar la pista del aeropuerto de Puerto Argentino, que funciona como una base militar británica. Acá no se puede filmar ni sacar fotos. A primera vista, el verde musgo combinado con tonos marrones se impone sobre estas tierras; a poco de frenar el avión, se impone un galpón de amplísimas dimensiones dispuesto al lado de la construcción de la terminal, donde se supone que guardan aeronaves de la Royal Air Force.
“Chic” y con un sello rojo que ocupa toda su mano, una de las oficiales que recibe a la comitiva argentina estampa los pasaportes con la leyenda “Falkland Islands”. Ellos lo consideran un vuelo internacional. Nosotros, uno de cabotaje. Las emociones de los recién llegados, que son muchas, contrastan con la de quienes los esperan. Todas las planillas se rellenan a mano, como en los pequeños aeropuertos internacionales.
La guía que abre las puertas de una de las combis con el volante a la derecha aguarda al primer grupo con una sonrisa, para hacer el trayecto hasta el Cementerio de Darwin. Dice, en castellano y como una forma de romper el hielo, que si sabía de nuestra llegada nos pedía alfajores. Se acuerda de unos que probó hace 20 años cuando estuvo en el continente. El conductor también habla español porque, como muchos en las islas, es chileno.
En esos 50 minutos que separan Puerto Argentino del cementerio el paisaje es agreste, de subidas y bajadas, y no tiene tonos que pasan del verde al marrón, de un oro apagado a algún ocre perdido. No hay árboles, tampoco pueblos, ni siquiera perros. Solo un camino de ripio perfectamente trabajado y sin pozos. Cada tanto aparece alguna granja con un galpón. Hay lagunas de agua marrón que se repiten a lo largo del camino, con diferentes formas. Algunas ovejas (animal que tienen estampado en el logo gubernamental) que pasan de a dos o tres cada tanto al borde del camino. No tan rechonchas como las que pastorean en el continente. El encargado de prensa, que responde preguntas en inglés británico, explica que la cría de bovinos y la pesca son las principales actividades en la Isla Soledad, la más poblada de las dos, que se conecta con la Gran Malvina por ferry.
El panorama monótono, con similitudes a algunas zonas de Santa Cruz, transmite una tristeza que se acentúa con el trasfondo histórico que los argentinos llevamos desde la escuela. Mientras andamos el camino, algunas preguntas retumban en la cabeza: “¿Cómo serían si las gobernaríamos los argentinos?”, “¿Cómo mandaron a los soldados a pelear acá en pleno invierno?”.
Descanso a la intemperie
El Cementerio de Darwin se ve primero a lo lejos, debajo de este horizonte ondulado, tal como aparece en los libros. La pintura blanca, la uniformidad, la geometría, las distancias entre las cruces perfectamente calculadas, el cenotafio, los arbustos de flores amarillas atrás. Los más de 230 héroes que yacen en medio de la intemperie en este cementerio militar argentino.
Las combis pasan el cartel despintado y sin letras que da la bienvenida, y quedan arriba de la colina. Más allá, una laguna inmensa. Hacia adelante y abajo, el cementerio. La administración británica montó unas carpas (también verde militar) para cubrir a los familiares del viento que se siente en Darwin aún más fuerte. Adentro hay café, té y chocolate. Dispusieron entre las tumbas sillas verdes de chapa para que puedan reposar.
Antes de las diez llegan los familiares de los caídos en la guerra. Hay madres, padres, esposas, hijos, sobrinos, hermanos. Están vestidos con camperas térmicas, bufandas, guantes, ponchos. Vienen abrazados y algunas mamás se movilizan en sillas de ruedas, con las que las desplazan entre los caminos que separan las hileras de cruces distribuidas en tres sectores: A, B y C.
Los familiares se tumban sobre las tumbas. Lloran, pero no se escuchan gritos. “En cada viaje se ponen bien cerca del suelo”, cuenta Geoffrey Cardozo, soldado británico que ayudó a rescatar, identificar y organizar los cuerpos de los héroes argentinos, quien viajó con el contingente en el vuelo de Andes y tiene los ojos llorosos.
Iniciada su construcción en 1982 por la Comisión de Familiares de Caídos -tal como dice la placa en la entrada-, y con poco interés de los gobiernos argentinos, recién en 2003 comenzaron los trabajos para organizar las lápidas y el cenotafio. Colaboraron un grupo de empresarios, entre ellos Eurnekian, que se encargó de los trabajos y las inversiones.
Todavía hay cinco lápidas con la leyenda “soldado argentino solo conocido por Dios”, donde están los cuerpos no identificados. De ellos nadie se olvida. Les dejan rosarios de distintos colores. Fue clave para el avance de los reconocimientos el Plan Proyecto Humanitario Malvinas, que incluyó un acuerdo entre la Argentina y Reino Unido para que, a través de un trabajo coordinado que sumó al Equipo Argentino de Antropología Forense, la Cruz Roja Internacional y el Centro Ulloa de asistencia psicológica se avanzara en esta tarea. También la creación del banco de sangre de familiares de combatientes argentinos fallecidos en la guerra, inhumados sin identificación.
Algunos hombres y mujeres permanecen agachados en las lápidas por largo rato, otros directamente se acuestan, hablan, toman mates, les cuentan de sus clubes de fútbol, cuelgan rosarios (flores no pueden dejar). Es que los isleños tienen sus restricciones para la visita: no ondear o mostrar banderas o pancartas argentinas, tampoco utilizar uniforme militares, así como pedir permiso para colocar placas y objetos conmemorativos en Darwin. Algunas se distienden, sin embargo, a medida que pasan las horas. Banderas celestes y blancas este miércoles se abrieron para una foto grupal.
En el medio de la postal, con el frío casi inaguantable, sobresale la resistencia de las más grandes, como Elena, de 84 años, la madre de Miguel Ángel Sosa, quien murió en el ARA General Belgrano. Detenida con su silla de ruedas frente a la cruz mayor del cementerio, tapada con un poncho beige y la foto de su hijo atada a su mano con una cinta bebé de la Argentina celebra haber podido realizar su primera visita a las islas. “Ahora puedo morir tranquila”, asegura a LA NACION entre lágrimas, mientras sus hijas María Cristina -que ya vino en 2009- e Isabel -que participa hoy por primera vez- la abrazan y le piden ir por un año más.
María Cristina trajo, además, unas coronas hermosas con flores de colores tejidas al crochet y de papel pintadas. “Es la forma que encontré de homenajear no solo a mi hermano sino a sus compañeros, que nos fuimos adoptando en estos 42 años”, explica a LA NACION.
Adentro de una de las carpas, después de atravesar el frío exterior conmueven también “Paulita”, de 87, y Víctor, de 91, que no se separaron en todo el viaje y son padres de Osvaldo, también del ARA General Belgrano. “Vine 29 veces a Malvinas porque a raíz de empezar a buscar a nuestro hijo empezamos a juntarnos con familiares, el 22 de noviembre del 82 ya estábamos buscando a los hijos desaparecidos. Se formó la Comisión de Familiares y somos uno de los matrimonios fundadores que queda”, indica él.
Afuera, el obispo auxiliar del Arzobispado de Buenos Aires Pedro Cannavó, que acompañó al contingente, inicia una oración y recuerda el “dar la vida por los amigos”. Acompañan representaciones religiosas de los británicos, entre ellos de la Iglesia Anglicana, la de mayor influencia entre los isleños. El sacerdote argentino habla además de la Virgen del Luján, cuya imagen está ubicada a su derecha en una especie de caja de vidrio.
No es la única. Hay otra que los familiares trajeron en el avión desde Buenos Aires, que se llevaron los británicos post guerra y luego devolvieron en 2019. Tenían ilusión de bajarla pero hubo alguna desinteligencia con los habitantes de acá que lo impidió.
De vuelta en la base, y con el reencuentro bien presente, los argentinos se preparan para el regreso. Antes de llegar al área de control hay dispuestos dos cestos con la leyenda “papelera de honestidad”, para arengar al contingente a deshacerse de cualquier piedra o resto de las islas que quieran llevarse como memoria.
14.56: el avión de Andes está detenido al lado de uno casi de igual tamaño, gris, de la Royal Air Force. Al rato carretea por la pista, con la turbina a todo motor le cuesta subir por el tiempo hostil hasta que lo logra. La base, las antenas, los galpones comienzan a achicarse en perspectiva. Fue todo rápido e intenso. En los pasillos de la aeronave los argentinos hablan de que pasó como un flash, de que hay que ordenar las escenas, los recuerdos. 15.43: el avión en ascenso se zarandea lado a lado antes de que las nubes cubran todo el paisaje y no dejen ver más. Un sacudón de aquí y ahora a cada uno a los pasajeros. Otra vez el viento. Ese del que oímos hablar tanto desde el 82. El de Malvinas.