¿Por qué Ariel Lijo para la Corte Suprema? ¿Por qué la opinión pública sigue apoyando al Gobierno en medio de un ajuste histórico? Esas son las dos preguntas clave que definen el momento político actual. También condicionan las oportunidades y límites futuros de la gestión de Milei: la gobernabilidad, el resultado electoral de 2025 y el legado libertario más allá de este mandato. La primera pregunta, la de Lijo, cae por ahora en el terreno de lo insondable político: es un agujero negro de la política mileísta que todavía no encuentra su fondo. Puede arrastrar a otras estrellas del firmamento ideológico al seno de la mayor opacidad.
El Big-Bang político está en plena marcha. En su versión más inquietante, implica un pacto entre Milei, Cristina Kirchner, algún sector del radicalismo y sectores de Comodoro Py, entre otros, tomando por asalto la Corte Suprema. Milei convertido en el héroe impensado de la utopía kirchnerista de una justicia a su medida. Dispuesto, inclusive, a resquebrajar la paz interna de los libertarios y generar enfrentamientos. “No estoy de acuerdo con la candidatura de Lijo”, dijo la vicepresidenta Victoria Villarruel para diferenciarse. Otra vez el “por qué”: ¿por qué Milei está decidido a pagar ese costo ante la única dirigente política de la Argentina que le gana en imagen positiva?
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Sobre la segunda pregunta, la del apoyo popular, hay una certeza: el control de la inflación es el eje de esa respuesta, aunque no la agota. En ambos temas, Milei decidió pagar costos políticos extremos. Pero hay una diferencia sustancial entre uno y otro. En un caso, bajar la inflación, el correlato es virtuoso tanto para la macroeconomía y la gente como para el Gobierno. En el otro, el de Lijo, el efecto es el contrario, la pérdida de calidad democrática de la Argentina y una merma en la credibilidad anticasta del Presidente. El costo del ajuste es paradójico: es alto, pero le vuelve al Gobierno en logros económicos y opinión pública a favor. El costo Lijo, en cambio, es un misterio lleno de signos negativos. Por eso el “por qué” se vuelve tan urgente.
Sin embargo, la cuestión de los costos políticos está llena de grises. Aún el peor costo político, el de Lijo, parece no tener impacto significativo en la opinión pública en el corto plazo. Hay datos nuevos del ya clásico Índice de Confianza en el Gobierno que elabora la Universidad Di Tella en base a una encuesta nacional. Todos los indicadores son positivos: de julio a agosto, el índice mejoró en un 6,8 por ciento. La mejora se dio en todos los componentes del indicador: “preocupación por el interés general”; “valuación general del gobierno”; “eficiencia en la administración del gasto público”, con una mejora del 14,2 por ciento; “honestidad de los funcionarios”; y, por último, “capacidad para resolver los problemas del país”, un crecimiento del 5,6 por ciento.
Semejante mejora en la confianza del Gobierno se registró en el mes en que el tema Lijo dominó parte de la agenda y la reactivación económica todavía no se hace sentir significativamente. Otra vez se impone el “por qué”.
El desconcierto ante el contraste entre el nivel de ajuste y caída del salario real y el apoyo persistente de la opinión pública al Gobierno, a pesar de todo, encuentran una respuesta emocional en la inflación contenida. El Gobierno hizo fácil lo que parecía imposible: bajar la inflación. Contener la inflación es mucho más que un dato económico; es un dato emocional y de salud mental personal y familiar.
Un estudio realizado entre 2020 y 2023 sobre “estrés debido a la inflación” en Estados Unidos, publicado en el International Journal of Environmental Research and Public Health, determinó que “más de tres cuartos de adultos en edad de trabajar experimentaron estrés debido a la inflación”. Es más: aún cuando la inflación caiga, los niveles de estrés por inflación pueden ser más prevalentes. “Los resultados sugieren que el aumento de precios puede tener efectos acumulativos de estrés a lo largo del tiempo”, dice la publicación.
En esos datos se vislumbra la potencia que tiene el logro del gobierno en el tema inflación y más en el caso argentino: bajar la inflación acarrea un alivio casi ancestral en la opinión pública. El alivio de sacarse de encima una mochila que pesa de generación en generación. Como preocupación coyuntural desaparece en las encuestas empujadas por otras urgencias como el empleo o el salario real. Pero nadie quiere dejar de sentir la bocanada de oxígeno de precios que no suben tanto todos los días. Con el aquietamiento de la inflación, la percepción del tiempo y de las urgencias también se transforma. Esa percepción beneficia al Gobierno.
En ese caso, el costo político del ajuste que el gobierno paga converge con un objetivo social y políticamente virtuoso. El ordenamiento de la macroeconomía termina resultando requisito imprescindible de una democracia de mayor calidad en otra versión: una que logra una paz social experimentada en el día a día de la familia. Porque hay una lección que el cambio cultural a la Milei deja cada vez más clara: que una macro ordenada, por su solo funcionamiento racional, es capaz de generar efectos positivos y sin necesidad de mediar discursos ampulosos en torno al Estado presente. El presupuesto hogareño diario relativamente bajo control como la muestra de una política que la opinión pública está dispuesta a bancar. El balance macro se vuelve un bien común a defender y condición, entre otras cosas, de la estabilidad mental de la ciudadanía: así de profundo cala el tema inflación.
Modelos vecinos
La Argentina queda en camino de alinearse con Chile, Uruguay o Perú: de izquierda a derecha, la presidencia de Milei insiste con inscribirse en la saga de sucesivos gobiernos regionales que defienden el balance macroeconómico como parte de los procesos democráticos. No hay una relativización del déficit fiscal con pretensión moral.
El caso testigo es Perú: una macroeconomía saneada, aunque se dé una sucesión de presidentes renunciados, suicidados, destituidos y presos. Esa saga de inestabilidad política contrasta con la política de Estado permanente que se practica desde el Banco Central de Julio Velarde, quien es su presidente desde 2006 no importa quién esté en el poder. En su viaje extraoficial a Chile, a principios de agosto, Milei subrayó el sentido de ese logro macro. “Chile ha sido un gran ejemplo de lo que hay que hacer para sostener el desarrollo económico en el tiempo”, dijo. Un impensado elogio a Gabriel Boric, capaz de sostener el “modelo de prosperidad chileno” a pesar de su posicionamiento ideológico de izquierda.
Lo de Lijo y las negociaciones con el kirchnerismo para conseguir su nombramiento a cambio de ampliar la cantidad de miembros de la Corte Suprema es otra cosa. Ni el kirchnerismo se animó a tanto. O mejor dicho, se animó, pero sin tener ya la fuerza política capaz de mover montañas que tiene hoy el líder de La Libertad Avanza, para bien y para mal. Con Lijo, Milei funda la nueva polarización de la política patria: Lijo versus anti Lijo. El resultado de ese proceso funcionará como el principio de revelación que tanto atrae al Presidente.
La política judicial del Gobierno lo aleja de los países que el mileísmo admira. Y lo acerca, por ejemplo, al México de Andrés Manuel López Obrador y de su sucesora, Claudia Sheinbaum, que el mileísmo tanto rechaza. El Washington Post cuestionó la reforma judicial que busca la renovación del Pleno de la Corte Suprema mexicana y la elección directa de jueces. “Acabaría con la independencia judicial”, señaló el Washington Post.
¿Cuándo empieza a cambiar la percepción sobre un gobierno y un presidente? La marcha universitaria de mayo representó un límite para el Gobierno, que registró: Milei se vio obligado a reconocer públicamente el aporte de la universidad pública. El tema jubilaciones tiene alguno de los componentes del debate universitario: una agenda transversal a las familias y de carácter pre ideológico. “Con los viejos, no” es un slogan más potente que cualquier racionalidad macro.
Lijo en la Corte no impactará en la emocionalidad del argentino medio: la política de pactos lo sabe. Pero en el largo plazo, será la política de Estado más persistente que deje Milei cuando ya sea historia: un miembro de la Corte Suprema dura más que cualquier presidente.