Lo bueno de lo malo: se reaviva el debate sobre la calidad institucional

Debe celebrarse el revuelo que produjo la designación en comisión por decreto por parte del Poder Ejecutivo de sus dos candidatos para integrar la Corte Suprema: la calidad institucional (la naturaleza y la eficacia de las reglas del juego formales e informales que una sociedad se da a sí misma) constituye la variable más importante para comprender la dinámica de los procesos de desarrollo económico en el largo plazo. Esto ya había sido sólidamente argumentado hace más de medio siglo por el gran historiador económico Douglas North (véase, sobre todo, Instituciones, cambio institucional y desempeño económico, de 1990, y El proceso de cambio económico, de 2005). Los economistas Daron Acemoglu y James Robinson aportan contribuciones determinantes más recientes, con conocidas obras como Por qué fracasan los países: los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza (con un capítulo específico sobre el caso argentino) y La conspiración de los poderosos: la lucha por la prosperidad en una economía global, donde exploran el papel de las élites políticas y económicas. North ganó el Nobel de Economía en 1993. Acemoglu y Robinson, en 2024. Los tres tienen una enorme influencia en la formación de académicos e intelectuales interesados en estas cuestiones en todo el mundo, incluido nuestro país.

El debate político local nunca le otorgó a esta cuestión la importancia que merece. En este sentido, la narrativa del oficialismo actual, en muchos aspectos original y refrescante en términos del equilibrio fiscal y del mercado como pilares de la estabilidad y el crecimiento, ratifica y consolida una trayectoria preocupante en estas más de cuatro décadas de vida democrática y que curiosamente se mantuvo constante, a pesar de los amagues de algunos gobiernos (como ocurrió con la Alianza entre 1999 y 2001 y con Cambiemos entre 2015 y 2019). Por eso, la primera reacción que produce esta coyuntura, es “demasiado poco y demasiado tarde” (del dicho en inglés too little, too late). Una reacción muy demorada que continúa ignorando la naturaleza profunda del problema en cuestión: la calidad institucional no es una prioridad en nuestro país. Ni para la ciudadanía en su conjunto (lo cual sería entendible), ni para los integrantes de nuestras elites políticas, económicas y sociales.

Más allá de algunos pronunciamientos aislados, debates puntuales o reflexiones con acotado impacto (en foros académicos o eventos empresariales, como los de IDEA, ACDE, algunos colegios profesionales y columnas en medios de comunicación, particularmente en estas páginas), nunca la sociedad argentina se dio la posibilidad de intercambiar de forma razonable y respetuosa argumentos fundamentados sobre la institucionalidad que necesitamos para desarrollarnos de manera integral y equitativa, aprovechando al máximo el enorme potencial que aún tenemos en materia de recursos humanos y naturales. Mucho menos se alcanzaron consensos amplios que nos dotaran de un factor clave y también ausente en nuestro acervo de cultura cívica: estabilidad en esas reglas del juego.

Además de la perenne y nefasta inestabilidad macroeconómica, que siempre acentuó las consecuencias negativas de los shocks externos, una de nuestras características es el imperio del corto plazo. “No sé lo que quiero, pero lo quiero ya”, decía el gran Luca Prodan. Los actores económicos, políticos y sociales tienden a maximizar sus demandas y a requerir respuestas inmediatas puesto que no saben, no quieren o no pueden esperar. Con horizontes temporales tan cortos es imposible diagramar instrumentos de política pública que satisfagan en simultáneo a un conjunto significativo de protagonistas involucrados. Como las reglas pueden cambiar en cualquier momento e inclinar la cancha de manera indeterminada, las interacciones entre estas partes suelen transformarse en “juegos de suma cero”: si alguien gana algo es consecuencia de que otros perdieron. “Con la mía, no”, suele escucharse en cualquier negociación colectiva. Por el contrario, las sociedades modernas y democráticas han (¿habían?) logrado definir marcos institucionales para evitar estas disyuntivas y promover soluciones donde ganaran (casi) todos, tal vez no de manera inmediata, pero sí en el mediano y en el largo plazo. Eso facilita la concreción de acuerdos intertemporales que contribuyen a soldar una cultura de la negociación, en lugar de la que predomina en nuestro medio: comportamientos que tienden a fomentar el conflicto, la extorsión y la imposición.

Mirado en perspectiva, ¿puede sorprendernos esta decisión tan polémica en torno a la Justicia? Es cierto que Milei buscó siempre diferenciarse del resto de la elite política (“la casta”) y que convenció a un núcleo importante de conciudadanos. Es probable que, al margen del escándalo de las criptomonedas y de otros gestos autoritarios, en particular en relación con la prensa independiente, sea demasiado prematuro para hacer un juicio determinante en esta materia. Sin embargo, en el plano estricto de la calidad institucional, el Presidente nunca demostró interés: de hecho, se siente cómodo gobernando sin ley de presupuesto. En este sentido, es más de lo mismo. Incluso, su declarada admiración por la Constitución de 1853 es una forma de demostrar su desapego a la actualmente vigente de 1994. Aquella refleja el pragmatismo de Alberdi, quien, consciente del pasado reciente de confrontaciones sanguinarias y del escasísimo capital social vigente, proponía una “república posible”, un primer paso hacia la construcción de la “república verdadera”. Eso incluía un papel pivotal para el Poder Ejecutivo: una presidencia imperial o hiperpresidencialismo. Un “rey por seis años” que tuviera la iniciativa y los recursos para llevar adelante el mandato sintetizado en el Preámbulo: construir la unión nacional, afianzar la justicia, proveer a la defensa común y la paz interior, y asegurar los beneficios de la libertad.

Asimismo, ¿puede esperarse una visión más amplia, ponderada y sutil del desarrollo económico de un gobierno con un clarísimo sesgo economicista? No hay que pedirle peras al olmo. Con mucha suerte, esta experiencia libertaria será capaz de darle a nuestro país un ordenamiento fiscal y monetario como para luego consensuar un modelo de desarrollo como el que se necesita. Falta mucho para eso, pero se trataría de un aporte clave y original.

Llaman la atención algunas reacciones que se escuchan en estas horas, pues son muy pocos los que dentro de nuestra clase política tienen una trayectoria de compromiso genuino en materia de calidad institucional, como para hacer críticas tan severas: los predecesores de Milei también pecaron de hiperpresidencialistas, independientemente de sus banderas políticas, y llegaron al extremo de sus atribuciones como titulares del Poder Ejecutivo guiados por caprichos o iniciativas personales. El pretexto de este gobierno reside en su necesidad de compensar la debilidad relativa que tiene en el Congreso y en su voluntad de avanzar con una agenda que no siempre logra consensos, por ejemplo, respecto de la austeridad.

Sin embargo, el debate pendiente resulta impostergable: un país democrático, integrado y con robustos mecanismos de movilidad social ascendente requiere mucha más calidad institucional. ¿Se puede invertir tiempo en esto en un país donde a la gente le cuesta sobrevivir, la seguridad es una preocupación alarmante y los chicos abandonan el secundario, cuyo nivel es cada vez peor? Claro que sí, si queremos por fin dejar de preocuparnos por los efectos y resolver las causas profundas de los problemas que nos condenan a esta asfixiante mediocridad.