En 2024 se celebraron 10 elecciones nacionales en los países desarrollados. En todas ellas los oficialismos perdieron votos en relación a votación que los llevó al poder. Según los datos del ParlGov Global Research Project, es la primera vez que ocurre esto en 120 años. Si hasta hace muy poco tiempo ser oficialismo en las democracias occidentales era una gran ventaja para conservar el poder, hoy es una verdadera maldición.
En cada uno de esos países, seguramente existen políticas nacionales (o faltas de ellas) que explican el descontento ciudadano y el traspié electoral de los gobiernos. Sin embargo, el contundente dato nos muestra que el problema del “giro a la oposición” tiene un carácter sistémico insoslayable. Como bien señaló el académico norteamericano Daniel Drezner, las condiciones económicas y geopolíticas de los últimos años han creado posiblemente el entorno más hostil de la historia para los partidos y políticos en el poder en todo el mundo desarrollado.
Suba de precios de bienes, insumos y energía, sumado a disrupciones en las cadenas de suministros provocadas por una pandemia y luego por la guerra entre Rusia y Ucrania, sentimiento de indefensión ciudadana frente a catástrofes naturales (sequías, incendios, inundaciones) en el contexto de cambio climático y el aumento exponencial de fakes news por distintas redes sociales (el espacio virtual donde la información escapa a cualquier control), para poner sólo algunos ejemplos.
Los votantes, en su estresante y apremiante vida cotidiana, no distinguen entre las cosas desagradables sobre las que sus dirigentes y gobiernos tienen un control directo y las que son fenómenos internacionales. El dato a tener en cuenta es que estos últimos acontecimientos disruptivos (sistémicos) son cada vez más frecuentes y con mayores/tangibles impactos, en el contexto de un mundo cada vez más entrópico. La idea de entropía en las relaciones internacionales fue acuñada en 2014 por Randall L. Schweller, concepto científico que mide el desorden: cuanto mayor es la entropía, mayor es el desorden. Hace una década Schweller nos advertía que desorden era precisamente lo que iba a caracterizar el futuro de la política internacional. El Profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Estatal de Ohio señaló que los problemas y las crisis (difusas) se producirán con más frecuencia y, cuando sucedan, se resolverán menos cooperativamente.
En los días que corren, la famosa distinción que hacemos los internacionalistas entre los países desarrollados como rules maker (hacedores de reglas) y los países en desarrollo/periféricos como rules taker (tomadores de reglas) pierde fuerza en el tablero de la difusión del poder. Todas las democracias del mundo, incluso las que están ubicadas en la cima de la estructura internacional, son global risk absorbers (absorbentes de riesgos globales). Los hacedores de políticas de las principales democracias occidentales tienen que lidiar cada vez más con variables exógenas que escapan del control, que no son maleables y las que se tiene poca capacidad de gestión, algo que siempre se identificó y se analizó en las débiles democracias del Sur.
Pedro Sánchez seguramente pagará el costo político de unas inéditas lluvias en la Comunidad Valenciana que según los científicos la modelización le daba una probabilidad de una en 1000 años. Hace días hubo un sabotaje a dos cables submarinos de fibra óptica entre Alemania y Finlandia y entre Suecia y Lituania. ¿Si los suecos sufren problemas de conectividad, con quién se van a enojar? ¿Con alguna potencia extranjera que esté detrás en plena tensiones geopolíticas o con su primer ministro?
En definitiva, estamos transitando una “globalización de riesgos” que interpela a todos los actores del sistema (estados, empresas, organismos internacionales) pero que además pone mucha presión sobre los regímenes democráticos. Gestionar internamente los riesgos globales es un gran desafío (otro más) para los actuales oficialismos.