En 2023, el año en que el tráfico aéreo recuperó y hasta superó su caudal previo a la pandemia, se emitieron 4.500 millones de pasajes de avión para ir y venir por el mundo a través del medio de transporte más rápido de los disponibles para el público general. Aunque hay personas que viajan en avión varias veces al año y personas que no viajarán por esa vía nunca en su vida, las cifras del año pasado son, estadísticamente, el equivalente a que más de la mitad de la población mundial -el 56%, en rigor- se haya subido a uno.
Pero para que volar en avión sea algo de todos los días y de todas las horas en nuestros días, hubo doce segundos revolucionarios. Los doce segundos que abrieron las puertas del cielo.
El 17 de diciembre de 1903, hace exactamente 121 años, un aeroplano propulsado a motor logró lo que no se había logrado nunca antes: mantenerse en un vuelo controlado durante esos doce segundos inaugurales, y a una altura de casi 40 metros. Fueron los hermanos Wilbur y Orville Wright, que se volverían célebres después de una larga batalla legal, los que conseguirían la hazaña en un terreno repleto de dunas en Carolina del Norte, Estados Unidos.
La fascinación infantil que impulsó todo
Es tan cierto decir que esa primera gran revolución aeronáutica duró doce segundos como decir que, en realidad, se extendió por al menos un cuarto de siglo. Es que cuando Wilbur y Orville eran apenas dos niños, su padre, Milton Wright, les regaló a sus dos hijos el juguete que cambiaría sus vidas. Se trataba de un helicóptero diseñado por un inventor francés e impulsado por una banda de goma retorcida.
Había que extender la goma para que se desenrollara y la estructura, hecha de papel, bambú y corcho, lograra mantenerse en el aire por apenas unos breves segundos. Wilbur y Orville querían saber todo sobre el misterio que hacía que su pequeño helicóptero pudiera al menos suspenderse en el aire, y esa curiosidad trascendería sus años infantiles y se volvería el centro de sus vidas. Si el helicóptero de juguete podía volar, ellos estaban convencidos de que podían construir el aeroplano que lograra mantenerlos a ellos en el aire. Aunque fuera por algunos segundos.
Los Wright crecían en una familia en la que la creatividad y la curiosidad por los descubrimientos científicos y los patentamientos de nuevos inventos eran un interés compartido por todos. Por eso, y también por su capacidad de gestión, su hermana Katharine jugaría un papel crucial en el desarrollo de sus pruebas cada vez más complejas y atinadas para tener éxito en la construcción de un aeroplano que lograra volar.
Primero hay que saber pedalear
Aunque la posibilidad de construir una máquina que lograra volar los fascinaba, los Wright necesitaban, al mismo tiempo, dedicarse a alguna actividad que les resultara rentable. Decidieron abrir una tienda en la que vendían y reparaban bicicletas en Dayton, Ohio, e incluso desarrollaban sus propios modelos.
El negocio les permitía dos cosas importantes al mismo tiempo: por un lado, conseguían financiamiento para seguir trabajando en sus desarrollos aeronáuticos; por otro, aprendían cada vez más sobre cómo lograr que una máquina pudiera mantener el equilibrio y el control al estar en movimiento.
Katharine se puso al frente de la gestión administrativa y financiera del taller de bicicletas, e incluso aportó dinero de sus propios ahorros cada vez que hizo falta para que sus hermanos pudieran seguir experimentando.
Más de cien fracasos para construir un éxito
Tuvieron paciencia los hermanos Wright. Paciencia y mucha tolerancia a la frustración, porque a lo largo de décadas fueron desarrollando un prototipo cada vez más afinado pero aún incapaz de levantar vuelo y mantenerse allí.
Pero hacia finales del año 1903, el Wright Flyer I estaba prácticamente terminado. La observación del funcionamiento de las bicicletas había sido un ingrediente principal de su diseño aeronáutico: buscando el equilibrio de los modelos que diseñaban para que pedalearan sus clientes, Wilbur y Orville entendieron que el éxito no sólo dependía de un motor lo suficientemente potente como para levantar vuelo, sino también de un aeroplano que pudiera lograr estabilidad y control en el aire gracias a su propio diseño.
Al conocimiento que obtuvieron gracias a las bicicletas se sumó también otro saber fundamental: los hermanos Wright dedicaban largas horas a observar el vuelo de las aves de la zona en la que vivían. No lo hacían por ser ornitólogos, sino por la obsesión que había nacido con aquel helicóptero de la infancia.
Esas horas dedicadas a mirar pájaros les permitieron desarrollar una técnica a la que llamaron wing-warping. Consistía en que el conductor pudiera inclinar las alas del aeroplano para acompañar el movimiento del viento y, de esa manera, no perder estabilidad. Además de esa innovación, los Wright diseñaron y construyeron el primer “túnel de viento”, un aparato que simulaba las condiciones del vuelo y que les permitía estudiar la aerodinámica de sus prototipos y ajustar los ángulos de sus alas.
En total, contaron al menos cien intentos para lograr que su aeroplano se mantuviera en el aire, incluso durante más tiempo a medida que corrían los años y el siglo XIX se extinguía en manos del XX.
Misión ¿imposible?
El 17 de diciembre de 1903 los hermanos Wright se aseguraron un lugar en la historia. Hasta ese momento, y a pesar de que sus intentos cobraban cada vez más notoriedad, nadie había logrado lo que ellos se traían entre manos: que un aeroplano se mantuviera en pie y controlado.
Las dunas y colinas de Kitty Hawk, en Carolina del Norte, fueron el espacio elegido por los fabricantes de bicicletas para hacer su lanzamiento.. El primer avión de la historia se llamó Flyer I y logró elevarse a unos 10 metros de altura. Recorrió casi cuarenta metros y volvió a tierra firme. El sueño de volar, la conquista de los cielos por parte del hombre, era mucho más posible que antes de esos doce segundos de gloria. Esa curiosidad infantil había llegado a su punto cúlmine.
Pero el mundo tardó en rendirse a los pies de los Wright. Al principio, en vez de reconocerles su gran logro, los hermanos recibieron más dudas que reconocimientos. Los empresarios a los que acudían en busca de financiamiento, o las dependencias públicas a las que se acercaban con el mismo objetivo, ponían en duda que hubieran conseguido remontar vuelo.
Las dudas recién empezaron a disiparse cuando los Wright comenzaron a hacer demostraciones públicas del vuelo que lograba sostener la maquinaria que habían diseñado. Sólo así la comunidad científica empezó a mirarlos con más admiración que recelo.
Un reconocimiento tardío y permanente
Recién en 1906 los Wright lograron patentar su invento, basado sobre todo en la novedad del wing-wraping. Pero como ya habían pasado tres años de los doce segundos de gloria, distintos pioneros de la aviación se habían puesto a trabajar para lograr cada vez más avances sin tener que pagar por lo que los hermanos de Carolina del Norte habían ideado.
Se desató una carrera entre los pioneros para conseguir recursos y contratos con gobiernos y fuerzas militares, y los Wright lograron en 1914 que la Corte Suprema de los Estados Unidos les reconociera como propio lo inventado hacia 1903, con todos los derechos patrimoniales que eso suponía. La gran novedad del invento que finalmente les atribuían a los hermanos era que volar ya no sólo dependía de un piloto que se balanceara con pericia, sino también de una estructura que fuera permeable a los cambios constantes del viento y las lluvias, por ejemplo.
Para 1905, los Wright llegaron a recorrer unos 40 kilómetros en travesías de unos cuarenta minutos. A medida que realizaban más pruebas, dejaban entrar cada vez a más público, básicamente para lograr una credibilidad que hasta ese momento no tenían. Los doce segundos que los confirmaron como una revolución del transporte fueron una gran victoria y, sobre todo, un verdadero viaje de ida.
Ya nada volvería a ser lo mismo después de esa aventura que pareció fugaz pero que sigue hasta hoy, cruzando el planeta sin demasiado reparo en que eso de estar atravesando el cielo es una conquista de la ciencia. Y de la tenacidad de dos niños que no pararon hasta hacer volar su propio juguete.