Cada año, el programa especial dedicado a la entrega de los premios Martín Fierro funciona como la radiografía más aproximada del estado de la televisión argentina en ese momento. Este año, tal vez inspirado en un acto de pudor más consciente que involuntario, pero nunca reconocido, el propio canal encargado de la transmisión (y al mismo tiempo líder de las mediciones de audiencia desde hace muchísimo tiempo) anticipó la ceremonia durante el segmento previo a través de un graph que ni siquiera mencionaba la palabra televisión.
Se hablaba allí de “la fiesta más importante del espectáculo”, un eufemismo que sirvió para disimular aquello que en algún momento debería discutirse, aunque probablemente el público tenga mucho más claro el diagnóstico que la mayoría de los profesionales del medio: nadie parece tener muy en claro qué es hoy la televisión abierta en la Argentina, cuáles son sus alcances, sus propósitos y sobre todo su identidad. Mucho menos hacia dónde va, en un escenario expuesto a una mutación permanente e indefinida.
Ante semejante escenario, no sorprendió a nadie que este año el Martín Fierro llevara más lejos que nunca los ya clásicos problemas que este tipo de ceremonias televisadas viene arrastrando desde hace muchos años. El estado actual de la TV argentina tiene mucho que ver con todo lo que fue esta premiación de lunes: volátil, imprevisible, extraviado, inestable, desconcertante, embrollado, insustancial, vacío. Lleno de incertidumbre.
La explicación está siempre en el mismo lugar, pero los responsables de la transmisión más importante del año que se hace en la TV argentina (que incluye por supuesto al Martín Fierro) nunca lo tienen en cuenta, sobre todo por pereza. Allí aparece en su máxima expresión la inalterable endogamia de un medio al que le importa mucho el acto de presencia de sus máximos representantes en la velada y muy poco hacer algún esfuerzo creativo para que el televidente sienta que valió la pena perder tres o cuatro horas frente a la pantalla en el único día en que todos los protagonistas de la tele se juntan bajo el mismo techo.
Esa feria de vanidades, que siempre se construye alrededor de una entrega de premios protagonizada por famosos de alguna rama del espectáculo, se agotó esta vez durante el largo desfile previo en la “alfombra azul”. Lo que vino después será mejor olvidarlo muy rápido. Detrás del registro de los ganadores, que pasará a la historia como un simple trámite estadístico, no queda nada.
La clave, por si hace falta repetirlo una vez más, la dejó al pasar Beto Casella cuando subió al escenario para agradecer el premio que recibió por Bendita. Allí destacó el valor que tienen los guionistas en el éxito de su programa. Y fue justamente el guion lo que volvió a faltar a lo largo de la ceremonia, como siempre pasa en las transmisiones del Martín Fierro. Hasta Gran Hermano, el abanderado de los reality shows, tiene quien le escriba y ponga algo de sentido para ordenar el caos.
Sin un mínimo guion, todo se convierte –como ocurrió este lunes– en una sucesión precipitada y hasta desaforada de anuncios cuyo interés solo se mide a partir de los apuntes al paso y los elogios de manual de Santiago del Moro, un conductor que se pareció por momentos a un movilero, más pendiente en llamar la atención de algunos famosos que de crear interés por lo que estaba pasando entre todos los invitados. Nunca logró imponer la pausa que exige la atención de un auditorio que siempre estuvo en otra cosa y para colmo pasó en un momento de conductor a ganador de un premio. Nunca resulta aconsejable elegir como anfitrión a alguno de los nominados. Siempre es incómodo el desplazamiento de una punta a la otra del escenario para agradecer un premio que él mismo pudo haber anunciado. Hubiese sido el colmo que algo así ocurriera cuando le tocó ganar. Adrián Suar nos ahorró ese bochorno al hacerse cargo de ese compromiso.
Del Moro, que tiene la rara virtud de saber moverse muy bien en medio de escenarios multitudinarios y transmisiones en vivo, hubiese resultado mucho más útil al lado de algún maestro de ceremonias más aplomado y menos cargado de adrenalina y vértigo. Es cierto que el formato de la ceremonia, tan alentado por los invitados y tan propicio para la dispersión, tampoco ayuda. Todos se conforman desde hace muchísimos años con los roles que desempeñan sin preocuparse mucho por darle sentido televisivo a la ceremonia. Le alcanza a Aptra con ser anfitrión y a sus invitados con agradecer el convite, indiferentes casi siempre a lo que ocurre en el escenario.
Esto lleva a aceptar situaciones que en cualquier otra entrega de premios se harían intolerables. Desde la interminable progresión de publicidades no tradicionales enunciadas por Del Moro desde el escenario (fuera de las tandas) hasta la inexplicable puesta en escena de un cuadro promocional del inminente regreso de Susana Giménez, como si el Martín Fierro aceptara hoy con toda naturalidad transformarse en el mero vehículo de una campaña de promoción institucional del canal que organiza y transmite la ceremonia.
Ese cuadro hubiese tenido sentido (hasta en el aspecto publicitario) si se concebía como parodia con la ayuda de un guion razonable y con la participación de otras figuras. Es una de las tantas maneras de darle criterio, voluntad y sentido televisivo a algo que de otra manera –como lo hemos dicho tantas veces desde aquí–no es más que la gran comida de camaradería anual del mundillo televisivo, con invitados que prefieren pasarla bien en vez de participar de una verdadera fiesta televisiva, visualmente atractiva y con un trabajo de producción, guion y elaboración previa a la altura de lo que el Martín Fierro siempre dice ser y nunca es: la noche más importante del año para la televisión.
El propio Del Moro se encargó en un momento de rebajar el precio con el que el propio medio se presentó para celebrar su máxima gala cuando dijo que “la TV se hace con panelistas” ¿Cómo deberían sentirse entonces los pocos actores que se sumaron al peor momento de la ficción en toda la historia de la TV abierta de nuestro país? Alguno debe estar pensando, ahora que la ceremonia ya es historia, que los panelistas terminaron por acción u omisión ocupando ese lugar. En efecto, hay un nuevo tipo de ficción predominante en la TV abierta. La vemos a cada momento en los programas de la mañana o la tarde que siguen la actualidad con letra y espíritu mediático.
Le tocó a Adrián Suar, en el momento del reconocimiento a los 30 años de Pol-ka, hablar en serio del estado de la ficción en la Argentina y allí la atención se concentró por completo en su palabra. Fue el suyo, sobre todo cuando habló del futuro (y mencionó el regreso del género a través de su rival Telefe como hombre fuerte de El Trece), uno de los pocos momentos de genuino interés de toda la noche. Pero Suar habló la mayoría de su discurso en tiempo pasado. Y dejó implícita la sensación de que pocas cosas gratas pueden decirse del presente.
La reivindicación de la ficción que hizo Federico D’Elía al ganar su estatuilla como mejor actor también fue una advertencia para el futuro. Allí dejó expresado su deseo de un futuro con muchos más actores entre los nominados. Eso solo sería factible si se empieza a pensar en un próximo Martín Fierro acorde a una realidad que los organizadores del premio desconocen o no tienen en cuenta. Debe llegar tarde o temprano el momento de un genuino, amplio y legítimo premio audiovisual a la altura de estos tiempos, en el que confluyan las ficciones de la TV abierta y las que funcionan hoy con producción y talento argentino en las plataformas de streaming.
Si el camino, por el contrario, es el que acabamos de ver por Telefe, seguiremos acostumbrándonos entre otras cosas a las categorías inexplicables (jurados de reality shows) o con nombres insólitos (“entretenimientos de conocimientos”) pensadas solo para agregar nombres a las listas de nominados o invitados.
Las excelentes compaginaciones de material de archivo armadas para acompañar los segmentos de homenaje y reconocimiento (al viejo Nuevediario, a Cris Morena y a Adrián Suar y Pol-ka) fueron fugaces muestras de lo que el Martín Fierro pudo haber sido y una vez más no fue. Pequeñas muestras de talento televisivo escondidas debajo de una transmisión plana, monocorde, tediosa e interminable (algo más de cuatro horas) que finalmente coronó por primera vez después de casi dos décadas y media a un noticiero como ganador del premio mayor, la estatuilla dorada.
Telefe Noticias fue el primer espacio informativo en ganar el Martín Fierro de Oro en su propia casa. El anterior, Telenoche, se había llevado ese mismo premio en mayo de 2001, pero en el cierre de una ceremonia transmitida por Azul TV (hoy Canal 9). Después de dos años consecutivos de triunfos dorados para los reality shows, el premio más importante volvió a ser para la noticia, que al mismo tiempo funciona hoy como la “locomotora de la TV abierta”, en palabras de Roberto Mayo, gerente de noticias del canal triunfador. Para la inmensa mayoría de los espectadores, la fiesta había terminado mucho antes del anuncio que desató el festejo más grande de la noche.