Javier Milei arrojó definitivamente a Victoria Villarruel al otro lado de la barrera con la que divide a la Argentina entre los buenos y los malos. La acusó de “estar cerca de la casta”, ese conjunto que agrupa a los “colectivistas que odian el cambio” y a sus cómplices interesados. Lo que otras veces llama “los zurdos”. Completó así un giro paradójico que retrata su forma disruptiva de hacer política.
En la campaña que lo llevó al poder, Villarruel representaba los valores tradicionales, con mucho foco en lo social, mientras Milei alzaba el estandarte libertario, centrado en la economía y la demolición del Estado. El quiebre explícito entre ellos dos coincide con el momento en que el Presidente abraza como una causa prioritaria la defensa de ideales de la derecha más conservadora, en nombre de una “batalla cultural” a la que se siente convocado. Con la economía no alcanza, pontifica, en sintonía con su gurú Agustín Laje.
Los logros del programa antiinflacionario le abren la puerta para pelear por la misión verdadera, consistente en derrotar el relato del comunismo global que, a su juicio, está llevando al mundo a la decadencia. El éxito de Donald Trump encaja en el plan como una señal divina.
Al desprenderse simbólicamente de Villarruel, Milei da un paso más en el camino hacia la pureza. Envía, además, un mensaje a toda la dirigencia política, incapaz aún de descifrarlo por completo. Su lógica de construcción es la ruptura. Los meses de bonanza sirven para depurar a los propios antes que para ampliar la base de sustentación, como recomendaban los manuales clásicos que prefiere quemar.
Consigue reinar en el desconcierto ajeno. Con una abrumadora minoría, dominó a un Congreso hostil, a la liga de gobernadores y a los sindicatos peronistas sin habilitar más canales de diálogo que los estrictamente necesarios. Solo recula cuando siente que está a punto de pisar una mina antipersonal. Así pasó en los momentos en que parecía trabarse peligrosamente la aprobación de la Ley de Bases o esta misma semana cuando su negativa inicial a firmar el documento final de la cumbre del G20 ponía a la Argentina ante el peligro de convertirse en un paria diplomático.
A los que se han ofrecido como aliados los trató con un desdén apenas disimulado. Despreció la mano tendida de los radicales dialoguistas, salvo la de aquellos que se abrazaron con fervor al nuevo oficialismo y renegaron hasta de Alfonsín. Se enemistó con Miguel Pichetto, vital para evitarle fracasos dolorosos en los meses iniciales. Ahora fastidia al Pro de Mauricio Macri, con la amenaza de no tenerlo en cuenta para un acuerdo electoral en 2025. Piensa en ellos cuando habla de los “tibios” que fracasaron en el pasado. Los bloques libertarios se encogieron en lugar de agrandarse.
Las encuestas de popularidad son como un látigo contra el disenso, detrás del cual reluce siempre la sospecha de una conspiración. De Villarruel no molesta tanto el contenido de sus posicionamientos públicos, que en gran medida sintonizan con el vuelco conservador de Milei, sino la convicción de que ella ha establecido vínculos políticos para quedarse con el poder en el hipotético caso de un fracaso económico. Creer o reventar.
La obsecuencia tiene premio hasta cuando bordea la caricatura, como ocurrió en el acto de lanzamiento de Las Fuerzas del Cielo, del tuitero Daniel Parisini (Gordo DAN) y otros funcionarios incondicionales. Los que juran “dar la vida” por Milei y sueñan con “brazos armados” son los mismos que suelen apelar al sarcasmo para celebrar los mensajes del Presidente en las redes: “Genial, Javo, después te leo”.
Son actores de reparto, pero relevantes en una estrategia de provocación permanente pensada para doblegar a una corporación política en crisis, sin reacción ni recambio a la vista.
El papel de Cristina
La oposición y los aliados se escandalizan mientras acumulan derrotas. En los últimos tres meses el Gobierno consiguió sostener el veto a las dos leyes que se aprobaron contra su voluntad. Se acerca al fin de año sin que se apruebe la ley de presupuesto, lo que le daría a Milei manos libres para manejar partidas en 2025, de cara al desafío de las urnas. Amaga con una reforma electoral que le quitaría herramientas competitivas al macrismo. Y pisó el freno con la ley de ficha limpia, que el antikirchnerismo histórico promueve para impedirles ser candidatos a los condenados por corrupción en dos instancias. Léase, Cristina Kirchner.
Ella es el enemigo a medida. La Casa Rosada fantasea con una polarización perfecta, un duelo de dogmas, del bien contra el mal. ¿Para qué bajarla del ring antes de tiempo, si puede cumplir el honroso papel del ruso de “Rocky IV”? Ya habrá tiempo para medir si al Gobierno le conviene o no permitir que la expresidenta sea candidata a diputada en Buenos Aires el año que viene. Tras bambalinas, avanzan las negociaciones para acordar con el kirchnerismo una nueva composición de la Corte Suprema, que incluya a Ariel Lijo. Cosas de la nueva política.
Milei es un jugador de riesgo que se adentra en caminos inexplorados. Confiado por la fiesta en los mercados, la baja en la inflación y la calma cambiaria proclama que el suyo es “el mejor gobierno de la historia”. Ahora quiere liderar el “partido de los trabajadores”. Se propone ganar las elecciones de medio término y avanzar hacia una hegemonía que transforme “la mente y los corazones” de los argentinos. Un liberalismo refractario a los matices. “Queremos ser una derecha de masas”, resume uno de sus principales colaboradores.
Para eso se requiere -en sus propias palabras- derrotar para siempre a “los zurdos” y a sus secuaces. Milei repite que quiere evitar lo que pasó en Chile, donde un modelo liberal exitoso se topó con un estallido social en 2019: “Si no hacés la batalla cultural te pasa eso. Allá la izquierda tomó los medios de comunicación, la cultura, la educación y fueron contaminando y enfermando la sociedad de socialismo. Cuando se quisieron dar cuenta tomaron el país y le arrebataron los logros”.
Justifica en esa prevención su cruzada contra el periodismo profesional. En la última semana sopló un vendaval de descalificaciones: dijo que los periodistas argentinos son corruptos, torturadores profesionales, extorsionadores, ensobrados, mediocres, mentirosos, delincuentes, violentos que golpean a sus rivales atados de pies y manos. Advirtió que “les llegó la hora de bancarse el vuelto”. ¿Quiso decir que ahora él -que se declara víctima- aplicará las mismas recetas que denuncia? “Yo no olvido ni perdono a los que me han hecho daño”, había subrayado durante su paso por Estados Unidos. Casi un homenaje a su némesis Cristina, cuando decía: “Solo hay que temerle a Dios y a mí un poquito”.
Sin aportar más que ejemplos difusos, Milei afirmó que el 85% de lo que publican los diarios es mentira: “Nosotros generamos noticias maravillosas todas las semanas en gran cantidad y los medios de comunicación hablan pestes”.
Día sí, día no, le toca a algún periodista la ruleta del escarnio. Esta semana salió el número de Marcelo Longobardi por el pecado imperdonable de ofrecer un punto de vista discrepante. El ataque prevalece al sano ejercicio liberal de un diálogo mano a mano con el que piensa distinto. Así en los medios como en las redes: Milei enaltece el “espacio de libertad absoluta” del Twitter de Elon Musk, pero bloquea a los usuarios cuya opinión le molesta.
No lo asiste la originalidad. El embate sistemático a la prensa profesional ha sido usado por otros políticos, en la Argentina y en el mundo, como escudo para desacreditar de manera preventiva cualquier información que pudiera incomodar al poder. El amigo Trump lo incorporó hace años como línea de conducta.
La duda razonable, que permea entre los propios oficialistas, es si la sociedad argentina está realmente dispuesta a dar el giro a la derecha dura que proponen Milei, Laje y los muchachos de las fuerzas celestiales. ¿Hay una mayoría social dispuesta a embanderarse con la exaltación de la virilidad o el desprecio al feminismo; que niegue el cambio climático por acción del hombre o considere que la homosexualidad es una perversión; que abjure del consenso democrático alfonsinista? ¿Tiene sentido salirse del exitoso discurso de la campaña pasada, basado en la promesa de normalización económica y la lucha contra las corporaciones corruptas?
El rumbo que toma Milei es el de un líder que descuenta que su triunfo está escrito en piedra. Tan seguro como parece de distinguir entre el bien y el mal, alienta una forma sutil de fanatismo. Distribuye indulgencias y castigos como un papa pagano. Villarruel es casta. Daniel Scioli, celestial. Humilla a los moderados y castiga la “flaqueza” de los propios.
Enfrente se aglutina una legión de enemigos de todos los colores, a los que une la inconfesable esperanza del político herido. Que llegue el momento inevitable en el que al campeón le empiezan a entrar los golpes.