Nacido en Canadá en 1982, Nick Srnicek es doctor en Relaciones Internacionales, profesor de Economía Digital del Departamento de Humanidades Digitales de King’s College en Londres y, junto a Alex Williams y el fallecido Mark Fischer, integra el grupo de pensadores que, en el marco de la academia británica, viene pensando el mundo contemporáneo desde posiciones abiertamente críticas.
A fines del mes pasado, Srnicek visitó la Argentina y, con una simpatía a prueba de jet lag, participó de una serie de encuentros organizados por el Instituto de Desafíos Urbanos, la Legislatura porteña, la editorial Caja Negra y la Secretaría de Vinculación Estratégica de la UBA.
“No soy personalmente optimista, pero trato de generar visiones optimistas”, dice el autor de Capitalismo de plataformas, que lleva al menos una década investigando la interacción –no siempre auspiciosa– entre las instituciones democráticas, la economía política y la lógica de las grandes empresas tecnológicas.
Su último libro es Después del trabajo. Una historia del hogar y la lucha por el tiempo libre (Caja Negra), coescrito con su mujer, Helen Hester, profesora de Género, Tecnología y Política Cultural en la Universidad de West London. Iniciado alrededor de 2015, el ensayo se vio sucesivamente postergado por el nacimiento de los tres hijos de los autores. Con esa experiencia de primera mano –y turnándose en la tarea de escribir y cuidar a los niños– Srnicek y Hester reconfirmaron sus presunciones en el proceso de escritura.Así como internet no cumplió con las expectativas democratizadoras que saludaron su expansión, las tecnologías digitales no nos estarían aportando una vida más plena (ni mejores posibilidades de crianza), señala Srnicek. “El verdadero debate tiene que ver con la promesa de que la tecnología y la inteligencia artificial puedan reducir las horas de trabajo”, dice el pensador, convencido de que el tiempo libre es algo tan político como la autodeterminación personal y el vigor democrático colectivo.
Es un error la pulsión de dominio, el pensar que el mundo es un mecanismo de relojería que se puede controlar de manera completa
–¿Hubo algún cambio en la matriz teórica de Después del trabajo, a la luz del modo en que lo fueron escribiendo?
–No hubo un cambio fundamental, solo se nos hicieron más evidentes algunos puntos. Uno que es clave es la distinción entre el trabajo y el tiempo libre o el tiempo de ocio. Cómo se distinguen ambas cosas. Lo que vimos es que a la hora del cuidado infantil es imposible establecer muy tajantemente esa separación. Si me hubieran preguntado antes de escribir el libro, yo habría dicho que cambiar pañales es trabajo. Si me lo preguntan ahora, diría que es parte del proyecto de tener un niño. Es parte de ese proyecto libremente elegido por mí.
–Lo que no quita el enorme peso, el esfuerzo y el tiempo que implican esas tareas de crianza. ¿Por qué sigue siendo tan difícil visibilizarlas y ponerlas en valor?
–Muchos sistemas de poder cuentan, precisamente, con esta invisibilización. Entre ellos, el capitalismo, que cuenta con el trabajo realizado en la casa como una fuente de trabajo invisible y no pago. También los políticos cuentan con el trabajo de cuidado como un trabajo no pago e invisible. Sobre todo, en temas como el cuidado a largo plazo, el cuidado de gente mayor, que es trabajo que hacen los familiares. También la cultura patriarcal requiere que esto permanezca invisible. Cada Estado en el mundo requiere enorme cantidad de trabajo de los miembros de cada familia.
Los jóvenes ya no compran la idea de que el trabajo tenga que determinar la identidad. Se ve en Europa, Estados Unidos y hasta China”
–En el libro, ustedes se remontan al desarrollo tecnológico de los años 50 y 60, cuando los electrodomésticos que prometían reducir el trabajo en el hogar en realidad lo aumentaron, al elevar los estándares de exigencia. ¿Se podría hacer un paralelo con las tecnologías digitales actuales, que nos prometían alivio y eficacia pero nos tienen abrumados y cansados todo el tiempo?
–Creo que es algo intrínseco al capitalismo. Cuando la tecnología incrementa la productividad en el espacio de trabajo hay básicamente dos opciones. O bien se aumenta el resultado y se mantiene la misma cantidad de horas que se trabajan, o bien se mantiene el resultado y se reduce la cantidad de horas que se trabajan. El capitalismo tiene una inclinación natural por la primera opción; eso es parte central de una economía orientada a la ganancia. Oponerse a esta tendencia sería el trabajo de los sindicatos. Y es una de las luchas en relación con la inteligencia artificial. Está claro que lo que deberíamos hacer es reducir las horas de trabajo en lugar de estar produciendo infinitamente.
–En el libro ustedes usan dos términos, “crianza intensiva” y “trabajo ostentoso”, que aluden a maternidades y paternidades cada vez más exigentes, y al prestigio que actualmente otorga mostrarse todo el tiempo ocupado. ¿Cómo conciliar la reducción de horas de trabajo con este tipo de subjetividad contemporánea?
–Todo esto tendría que consistir en un cambio cultural. Hay un dato interesante si se piensa en cómo cambió todo en los últimos cien años. Hace cien años la clase alta era la clase ociosa: un aristócrata no quería ser visto trabajando. Eso cambió, y que haya cambiado lo que muestra es la maleabilidad de estos procesos. Si cambió una vez en un sentido, puede cambiar de nuevo. De hecho, estoy percibiendo un cambio en la naturaleza del trabajo en relación con la subjetividad, sobre todo en los jóvenes. Hay generaciones que ya no compran la idea de que el trabajo tenga que determinar la identidad. Eso es algo que se está viendo en Estados Unidos, en Europa, e incluso en China.
–Quisiera ir un momento al Manifiesto aceleracionista que usted coescribió en 2013 con Alex Williams. Allí dicen algo que en primera instancia suena contraintuitivo: que el capitalismo actual bloquea el desarrollo tecnológico en lugar de impulsarlo. ¿Cómo sería eso?
–Daré dos ejemplos, ambos tienen que ver con que el capitalismo desarrolla solo aquello que puede generar ganancias. El primero: en el mundo de la medicina hay muchas enfermedades que son poco usuales y la industria detrás de ellas no genera muchas ganancias. Por lo tanto, el capitalismo no va invertir en investigarlas; así, se obtura la investigación tecnológica en estas enfermedades. El segundo ejemplo es el mundo de la inteligencia artificial, donde pasa algo parecido. Hasta ahora, hemos ido en un camino por el cual la inteligencia artificial consiste solo en quién puede gastar más dinero en los centros de datos. Está todo orientado al análisis de datos. Y así se han bloqueado otros abordajes a la inteligencia artificial, como por ejemplo un abordaje más simbólico. Esto nos puede llevar a un callejón sin salida, donde solamente se desarrolle la línea más centrada en los datos y no una inteligencia artificial más simbólica.
–¿Qué sería una inteligencia artificial más simbólica?
–Hay una división muy general en la manera de abordar la inteligencia artificial. Uno es el abordaje de arriba hacia abajo, donde el humano pone las reglas a la IA. Hay otro abordaje: los humanos no ponen las reglas, sino que arrojan los datos y ven qué hace la IA con eso. Este último abordaje es el que ha sido más desarrollado; el otro no se ha explorado. Las grandes compañías tecnológicas trabajan exclusivamente con el segundo abordaje. Sin duda, el abordaje de arriba hacia abajo es más incierto, mucho más caro, y como no se sabe qué ganancias podría producir, todavía no ha sido explorado.
–Otra pregunta acerca del Manifiesto aceleracionista. En pleno siglo XXI, recurrieron a un género que fue protagonista de los siglos XIX y XX. El gran ejemplo es el Manifiesto comunista, que fue escrito para un público muy definido. ¿A quiénes dirigieron ustedes el suyo?
–En un sentido muy práctico, el público original éramos los coautores, Alex Williams y yo, que habíamos escrito Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo a partir de discusiones que también tuvimos con Mark Fisher. En un momento teníamos que escribir un ensayo específico del cual solo se iban a hacer cien copias, y decidimos escribirlo de la manera más breve y más directa posible, sin academicismos, tratando de condensar a su esencia el libro que habíamos escrito previamente. Sin embargo, y no es lo que esperábamos, el Manifiesto terminó llegando a mucha gente. Parece haber tocado un nervio sensible. Se tradujo, circuló mucho, pero la audiencia original era un grupo muy reducido de personas.
–En algunas zonas de su trabajo hay ecos de cierto pensamiento fáustico, una gran confianza en la capacidad humana para transformar, incluso radicalmente, el mundo. Con la memoria fresca de los límites que esa pulsión traspasó en el siglo XX, ¿no resulta atemorizante?
–Sí, lo entiendo. Este impulso prometeico, como yo lo veo, es entender que nada es una necesidad absoluta. Nada, ni en el mundo natural o artificial, ni en el mundo social o biológico, es necesario; todo es maleable. Obviamente, hemos visto en el siglo XX que esta concepción implica muchos riesgos. Y hay de hecho dos problemas con este impulso, tal como se expresó. Uno es el error de la pulsión de dominio, la idea de pensar que el mundo es un mecanismo de relojería que se puede controlar de manera completa. Y se ha demostrado que esto no es posible, que los sistemas son demasiado complejos como para que se les imponga un dominio de ese tipo. El otro problema es quién controla ese mecanismo de relojería o estas herramientas sobre la naturaleza. Hasta ahora, han sido Estados autoritarios, que no son los mejores agentes para tener el control de estos procesos. Pienso que podemos imaginar un mundo poscapitalista con herramientas que se puedan usar para curar enfermedades o para potenciar lo humano desde una perspectiva colectiva.
–Mencionó el problema de los Estados autoritarios. ¿Qué hacer con el fenómeno opuesto, cierta tendencia, a nivel global, al debilitamiento y la falta de legitimidad de lo estatal?
–Bueno, ¿de dónde viene la legitimidad del Estado? Hay dos maneras por las que el Estado se legitima. Una es a través de lo que denominamos democratic accountability, responsabilidad democrática. La democracia significa que el Estado puede ser responsabilizado, se lo puede controlar. La otra perspectiva sería la china: allí la legitimidad del Estado viene de que provee una mejor vida. Sube los estándares de vida y de allí obtiene legitimidad. Ambos casos tienen problemas diferentes. Para hablar del primero, que sería el modelo de la democracia occidental, el problema es que la mayoría de la gente siente que en realidad el Estado no la está escuchando. De ahí viene la incapacidad de acción en el capitalismo de plataformas: el Estado solo escucha los intereses de los capitalistas de plataformas, los dueños de esas plataformas.
–En relación con algunas de las propuestas que se formulan en Después del trabajo, ¿hay alternativas de crear mejores sistemas de cuidado, más allá del voluntarismo?
–Es difícil imaginar una sociedad compleja sin algo parecido o con la forma de un Estado. El Estado va a seguir existiendo mientras haya civilización. La pregunta es cómo lo transformamos. Una de las ideas centrales es profundizar la responsabilidad democrática, la posibilidad de que los ciudadanos ejerzan un control. Hasta ahora la democracia solo ha consistido en dos o tres partidos políticos que se disputan el poder cada cuatro años sin ser demasiado distintos entre ellos. Hay una idea demasiado mínima de qué significa la democracia, y termina no significando nada. Lo que hay que hacer es revigorizar la democracia y tratar de usar los recursos del Estado para apoyar experiencias no estatales o comunitarias.
–Usted vive en Londres. ¿En Reino Unido está ocurriendo una especie de laboratorio acelerado de ciertas tendencias globales?
–Sí y no. Lo veo como algo más general, hay un estancamiento económico, el crecimiento productivo está parado, los salarios están parados, el PBI per cápita está parado. Cuando hay un proceso de estancamiento económico empiezan a aparecer lo que Gramsci llama síntomas mórbidos; por ejemplo, la xenofobia.
–Cuando ve a sus hijos, ¿qué futuro imagina para ellos?
–Lo que quisiera es que tengan más tiempo para sus proyectos, que no tengan que trabajar demasiado para llegar a fin de mes y que tengan más tiempo para disfrutar.
UN ESTUDIOSO DEL IMPACTO DE LA TECNOLOGÍA
PERFIL: Nick Srnicek
Nick Srnicek (Canadá, 1982) es profesor de Economía Digital en el Departamento de Humanidades Digitales de King’s College en Londres. Doctorado en Relaciones Internacionales, fue editor de Millennium: Journal of International Studies.
Sus investigaciones están basadas en el impacto de la tecnología sobre la economía y la política.
Es autor de Capitalismo de plataformas (Caja Negra, 2018) y coautor del Manifiesto Aceleracionista junto con Alex Williams, con quien también publicó Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo.
Acaba de publicar, en coautoría con su mujer, Helen Hester, Después del trabajo. Una historia del hogar y de la lucha por el tiempo libre, en el que examinan el vínculo entre la historia del hogar y la tecnología, así como la conquista del ocio a través del tiempo y hasta el presente.