El fracaso ocurre y tiene un final. El resentimiento no concluye: se retroalimenta. Es un medio con vistas a un fin cíclico e insalubre. En muchos casos, funciona como mecanismo frente a las propias debilidades, como excusa para no asumir el fracaso que le hubiera dado fin al problema. Basta una pequeña chispa para encender la llama del combustible acumulado que ha quedado atrapado en las entrañas, aquello que no se pudo digerir. La frustración es la parienta más suave del resentimiento. La violencia, la más trágica.
Muchos hablan de una predisposición de ciertos seres humanos al resentimiento. Otros encuadran esa emoción en el contexto socioeconómico-cultural del sujeto que aspira a salir del pozo y no lo consigue, no porque sea incapaz, sino porque no se lo permiten. Hay toneladas de bibliografía sobre el resentimiento de clase. Pero hay también quienes consideran que surge de una construcción individual y no social de quienes no aceptan perder, si hacerlo implica sentirse menos que los demás. Y en eso no hay clase que valga. Es un fenómeno transversal.
El kirchnerismo se preocupó por profundizar la grieta que venía -aunque no tan explotada- de mucho tiempo atrás y lo logró atizando el resentimiento con el esmero del que está dispuesto a seguir cavando en beneficio propio, sin importar los costos que ello implique para el conjunto
Hace pocos días, el reconocido economista norteamericano Paul Krugman se despidió de su labor de 25 años en The New York Times con un texto titulado de la siguiente forma. “Mi última columna: encontrar la esperanza en una era de resentimiento”. En ella, Krugman reflexiona sobre lo optimista que era la gente hace más de dos décadas, tanto en su país como en el resto de Occidente, optimismo que percibe que trocó en amargura y resentimiento y no “solo por la clase trabajadora, que se siente traicionada por las elites”, sino porque “lo más sorprendente es que hoy por hoy los más furiosos y resentidos (…) son megamillonarios que no se sienten lo suficientemente admirados”. Según Krugman, “lo que colapsó fue nuestra confianza en la clase dirigente: ya nadie confía en que quienes manejan las cosas sepan lo que están haciendo, ni damos por sentado que lo hagan con honestidad”.
Mucho antes, el periodista y corrosivo escritor español Julio Camba decía: “La envidia de los españoles no es aspirar al coche de su vecino, sino que el vecino se quede sin su coche”. La envidia es básicamente el deseo –no sano las más de las veces, aunque se hagan esfuerzos para aclararlo– de algo que no se posee. El resentimiento se ubica un peldaño más arriba de la envidia en la escalera de las emociones destructivas, junto con el rencor, la animadversión y el odio.
¿Trepó la envidia individual al resentimiento colectivo? A ambos pensadores les asiste parte de razón. Crisis financieras globales, escaladas bélicas, democracias débiles, legisladores que no legislan, justicias al servicio de los poderes políticos de turno y autoritarismos disfrazados de democracia han contribuido, entre otras cuestiones, a generar ese sentimiento que, en nuestro país, se cuece a fuego fuerte desde hace ya varias décadas. Nunca iba a ser gratuito poner las cosas en términos de “ellos o nosotros”. El kirchnerismo se preocupó por profundizar la grieta que venía –aunque no tan explotada– de mucho atrás y lo logró atizando el resentimiento con el esmero del que está dispuesto a seguir cavando en beneficio propio, sin importar los costos que ello implique para el conjunto.
Hay política de resentimiento, pero también resentimiento de la política. El economista Paul Krugman lo definió con claridad: “Lo que colapsó fue nuestra confianza en la clase dirigente; ya nadie confía en que quienes manejan las cosas sepan lo que están haciendo, ni damos por sentado que lo hagan con honestidad”. El daño por reparar es enorme y urge hallar una salida
Si bien no ha sido la única fuerza en empuñar la pala de la confrontación, la ha transformado en su principal ariete. Entrenado en la fabulación, en la creación de realidades paralelas, relatos y ficciones con pretensión de verdades reveladas, el kirchnerismo llevó el resentimiento a niveles peligrosísimos, construyendo enemigos sobre la base del rencor social al que tanto aporte le ha hecho de forma deliberada. Se ha montado en demandas insatisfechas de ciudadanos de a pie para prometer soluciones a sabiendas de que nunca se cumplirían. La respuesta a tamaña manipulación la halló en las urnas en 2023 y explica en buena parte por qué hoy, a pesar de todo el enorme esfuerzo que están poniendo los ciudadanos frente a las duras medidas del Gobierno, sigue muy alta la vara de la confianza en él.
Pero cuidado. La sociedad argentina está lejos de encontrar el antídoto que la salve de los estragos de una nueva polarización enfermiza entre “ellos o nosotros”. Poco tiene que ver en eso el tono de la verba política, del que nadie duda que, por educación y tranquilidad emocional, debería bajar sin demoras. Lo grave es lo que subyace. Y lo que subyace en algunos sectores es que nuevamente podría apelarse al más rancio resentimiento para seguir sembrando el odio.
Decía el también periodista y escritor Arturo Pérez-Reverte en una columna publicada el año pasado en el diario ABC de España respecto de los ciudadanos locales y de por qué no escribía más sobre política: “Rencor es la palabra. Por razones históricas, sociales, culturales, no hace falta demasiado estímulo para resucitar o utilizar el viejo e indestructible rencor nacional: el nosotros y ellos, conmigo o contra mí. El no reconocer una virtud en el bando adversario ni un defecto en el propio. Ese rencor, manipulado por quienes, en su limitación intelectual, cobardía o vileza no disponen de otras herramientas, infecta las redes sociales, el periodismo, la vida. Y un público cada vez menos dispuesto a identificar la manipulación y la mentira compra gozoso, sin cuestionarlo, el dudoso producto que esa chusma pregona como si se tratara de crecepelo, recetas milagrosas o muñecas de tómbola”.
Gregorio de Marañón, notable científico y escritor, sostuvo en su obra Tiberio, historia de un resentimiento, escrita en 1939, que el resentido “llega a experimentar la viciosa necesidad de estos motivos que alimentan su pasión” y que “una suerte de sed masoquista le hace buscarlos o inventarlos si no los encuentra”.
Aunque parezca difícil, queda la esperanza de salir de ese lugar tan oscuro porque, como escribió Krugman, “si bien el resentimiento alcanza para llevar a alguien al poder, a la larga no alcanza para que lo conserve” y que, en la práctica, “la gente se dará cuenta de que la mayoría de los políticos que apuntan contra las élites en realidad son una élite a todos los efectos prácticos y empezará a hacerlos responsables de sus fracasos y promesas incumplidas. Llegado ese punto, la gente tal vez quiera escuchar a quienes no le discuten desde una posición de autoridad ni le hacen falsas promesas, sino que le hablan con la verdad lo mejor que pueden”.