“Cuando al mediodía hago torrejas con la acelga que coseché y veo que mis hijos comen soy feliz”, jura Nadia Pinto, que tiene 37 años y vive con su marido y sus cinco hijos, la mayoría en edad escolar, en Ituzaingó. Ella trabaja en casas de familias y vende productos de limpieza a pedido. Su esposo es albañil y parquista. Sin embargo, los ingresos de ambos no le alcanza para las necesidades de todo el mes: “Vivimos al día”.
“Antes de tener la huerta, hubo días en los que al mediodía apenas nos tomábamos un té y recién a la noche hacíamos una comida. A veces no llegamos a hacer las dos comidas”, agrega Nadia, que hace cinco años y después de haber participado de una huerta comunitaria, decidió armar una en su casa.
La iniciativa que tuvo Nadia es poco explorada y promovida a nivel nacional: según un reciente informe del Observatorio de la Deuda Social de la UCA, hecho en alianza con la Fundación Alimentaris, se estima que apenas un 4,6% de los hogares urbanos del país posee una huerta o cría animales para el consumo de su familia.
Aunque la proporción crece en hogares pobres, la cifra no es significativa: el número asciende a un 5,6%, casi dos puntos porcentuales más que en los hogares no pobres. Además, al comparar la producción para el autoconsumo en las áreas urbanas del país también es levemente mayor en el Conurbano, donde la practica un 5,3% de los hogares.
“Son porcentajes bastantes bajos, especialmente considerando el contexto de inseguridad alimentaria que enfrenta Argentina”, opina Sol Laje, directora de programas de desarrollo humano de la Fundación Alimentaris. Y agrega: “La autoproducción de alimentos es una estrategia subutilizada en Argentina, especialmente en áreas urbanas. Un nivel óptimo podría estar entre el 15% o el 20% en zonas urbanas, considerando las limitaciones de espacio y recursos. Esto sugiere que hay un gran potencial para expandir esta práctica como una herramienta para abordar la inseguridad alimentaria”.
El mismo informe de la UCA indica que el 32,2% de los niños, niñas y adolescentes del país vive en hogares que experimentaron inseguridad alimentaria. Es decir, en hogares que por problemas económicos “tuvieron que modificar sus consumos alimentarios en cantidad y calidad, así como bajar el consumo en adultos”, según explica Ianina Tuñón, coordinadora del Barómetro de la Deuda Social de la Infancia de la UCA.
Además, según el estudio, los hogares con niños, niñas y adolescentes tienen el doble de chances de sufrir inseguridad alimentaria. De hecho, uno de cada 10 hogares de este tipo padece de una inseguridad alimentaria severa. Esto significa que los chicos han experimentado situaciones de hambre por problemas económicos.
“La huerta nos salva”
“Un día podés arrancar la mañana sin dinero y entonces al mediodía podés preparar una comida con algo de la huerta. Y con la plata que juntás durante el día, podés comprar milanesas para comer a la noche. La huerta nos salva”, explica Nadia. La semana pasada, cosechó tres plantas de acelga, tres de lechuga y casi medio kilo de perejil. Le alcanzó para unas tres comidas: preparó torrejas, tarta y ensalada. Con lo que se ahorró, pudo comprar paleta para la cena.
“Ahora comemos más sano. Antes comíamos verduras cada tanto, cuando se podía. Pero con la huerta me aseguro de poder hacerlo unas tres o cuatro veces por semana. Hay temporadas en las que la acelga está carísima y no podríamos comprarla. Pero como tengo plantas en mi casa, la podemos comer igual”, dice Nadia.
Apoyo clave del INTA
Antes de tener una en su casa, Nadia formaba parte de una huerta comunitaria que trabajaban otras 15 mujeres en un predio del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), en Ituzaingó, de la que todavía sigue participando.
Allí le enseñaron sobre semillas, cosechas, cuidado de la huerta y hasta a preparar comidas. Un día, decidió poner en práctica lo que había aprendido, pero en su casa. En una temporada, llegó a sacar 7 kilos de tomate y 40 zapallos, que cosechaba a medida que los iba necesitando. “Como no tenía mucho lugar, empecé a hacerla en tachos y en botellas”, detalla Nadia, que aunque ahora tiene un patio grande, antes vivía en una casa muy chica.
Además de recibir asesoramiento del INTA, principalmente durante la pandemia Nadia recibía los kits de semillas que se entregaban a través de ProHuerta. Se trata de un programa conjunto del gobierno nacional y el INTA, que desde el inicio de la gestión actual perdió financiación y que está dirigido a poblaciones en situación de vulnerabilidad que promovía la producción agroecológica de alimentos mediante la capacitación, educación, implementación y apoyo a huertas en entornos familiares y comunitarios, entre otros.
“Se necesita una estrategia nacional”
Cuando se trata de desarrollar una huerta en zonas urbanas, Laje señala que la limitación más frecuente es la falta de espacio. Otra es el acceso al agua. De hecho, según el informe de la UCA, casi uno de cada 10 niños, niñas y adolescentes experimentan inseguridad en el acceso al agua.
“Armar una huerta no es caro en términos económicos. Muchos de los insumos pueden obtenerse a bajo costo o gratis, como las semillas de frutas. Pero el tiempo y el conocimiento necesarios para mantener una sí pueden ser una barrera. Para hacer algo planificado que les permita a las familias tener autoconsumo y sustento, tienen que tener planificación. Por eso el acompañamiento técnico es clave”, explica la especialista.
Para Laje, “es fundamental integrar la autoproducción de alimentos en las estrategias nacionales de seguridad alimentaria y nutricional”. Y si bien piensa que cualquier momento es buen momento para poner una huerta, advierte que “las huertas urbanas no deben ser vistas como la única solución o herramienta para combatir la inseguridad alimentaria”.
“No existe una única estrategia capaz de resolver el problema de la inseguridad alimentaria, dada su complejidad y múltiples causas”, destaca la especialista y agrega: “Es esencial abordar la problemática de manera integral y disponer de diversas acciones estratégicas de largo y corto plazo que se complementen y que atraviesen el sector público, el sector privado y la sociedad civil. Y que permitan, en algún momento, alcanzar tanto la seguridad como la soberanía alimentaria”.