The Cult volvió a tocar en la Argentina después de ocho años

Un vistazo previo al repertorio que The Cult eligió para la gira que los trajo a la Argentina por primera vez en ocho años traía buenos augurios. Más de un tercio correspondientes al período 1984-1995 esa década y un poquito más en la que Ian Astbury y Billy Duffy dieron forma a un hard rock que se dejaba atravesar por el post-punk y el dramatismo gótico y así marcaba distancia de la versión chiclosa popularizada del otro lado del Atlántico por los coloridos y chiclosos Poison, Mötley Crue y demases.

Pero el tiempo pasa y la música en vivo siempre exige que la performance sea tan importante como el repertorio. Ante un Estadio Obras agotado (repiten hoy domingo), el cuarteto que completan John Tempesta en batería y Charlie Jones en bajo dio comienzo al show con In “The Clouds” y “Rise”, sendos riffs de distorsión espesa, cortados con la misma tijera para alivianar apenitas la carga con el la más rockandrollera “Wild Flower”. Los cuatro vestidos de negro y también la escenorafía. Sin pantallas, sin más artilugios visuales que un discreto juego de luces (recién sobresaldría a mitad de la lista con el baño rojo y blanco en “Revolution”). Rock a la vieja usanza, nada de rayos lásers, fuego… mucho menos globos o pulseras de colores. Aunque en el afán por replicar la idea de la banda de rock clásica, hayan descuidado el telón lateral que debía tapar al guitarrista que reforzaba las armonías desde las sombras.

Con la banda en marcha y el show consolidado, las fallas que se evidenciaban como probables desajustes de arranques, se confirmaban como constantes. El volumen notablemente bajo de mitad del campo para atrás –una situación que se podría resolver con un refuerzo de amplificación– y la carencia de aire en la garganta de Ian Astbury. Está el timbre, está la interpretación, pero no está la consistencia. El vocalista se tomó demasiados recreos en todas las canciones y el truco de dejar que el público se haga cargo de ciertas partes se volvió tan recurrente que sólo evidenció las faltas. Llegada “Sweet Soul Sister”, con uno de los estribillos más de estadios que haya acuñado el grupo y el género, Astbury repitió la fórmula en cada coro: cantar el primer verso, descansar en el segundo, cantar el tercero, descansar el cuarto.

Nada de todo eso mejoraría, salvo el repertorio que sucedería un clásico tras otro, en la recta final. “Spiritwalker”, “She Sells Sanctuary”, “Firewoman” y “Love Removal Machine” se llevarían las mayores ovaciones de la noche, con Astbury aprovechando las pausas para revolear su pandereta, arengar al público y también para homenajear al recién fallecido David Johansen, de los New York Dolls. “Ellos lo empezaron, nosotros lo terminamos”, dijo en relación a la influencia que los Dolls tuvieron sobre The Cult y tantas otras bandas de los 70 y 80.

Fue durante “Edie (Ciao Baby)” justo a la mitad del show, que se escuchó lo mejor de Astbury. En su registro más agudo, que no llega a ser falsete, y un temblor que no llega a hacer vibrato, retrotrajo la afectación característica de su voz, ese equilibrio entre la tragedia y la epopeya que terminaron por darle a The Cult su aura ocultista como valor diferencial. Ahí, en esa mística deudora de Jim Morrison, Astbury supo imprimirle profundidad al imaginario dark del grupo, y sostener el encanto más de 35 años después. El pico interpretativo y recuerdo de un pasado mejor, en medio de un concierto del rock correcto.

Si ese momento epifánico alcanza para justificar un show de una hora y media con entradas a un valor promedio de $70.000, es una conclusión que sacará para sí cada uno de los seguidores del grupo, que agotarán las entradas durante dos noches consecutivas.