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“Pensábamos que seríamos capaces de resolver el problema de la inteligencia artificial en un verano”, diría algunos años después John McCarthy, entre la nostalgia y el humor. En 1956, él y un puñado de científicos de renombre se reunieron en Dartmouth College con la ambición de crear máquinas que pudieran pensar. Lo que ocurrió en esos dos meses cambió el rumbo de la historia.
Dos años antes, en 1954, McCarthy empezó a trabajar como profesor adjunto de matemáticas en Dartmouth College, una universidad ubicada Hanover, Nuevo Hampshire. Su curiosidad por la inteligencia artificial -en realidad por lo que ese concepto aún no acuñado representaba- se había despertado en 1948, cuando asistió al Simposio Hixon sobre Mecanismos Cerebrales en el Comportamiento. Salió fascinado de ese evento, con la idea de que ahí estaba el futuro de la informática, con la idea de que ahí también estaba su vocación.
Hasta ese momento, la idea de que una máquina pudiera aprender o razonar pertenecía más a la ciencia ficción que a la academia. McCarthy quería cambiar esa percepción. Decidió que era hora de poner orden en el creciente pero disperso debate sobre el tema y lo primero que hizo fue elegir un nombre: “Inteligencia Artificial”. Lo hizo por sonoridad, pero sobre todo por estrategia: evitó términos como “cibernética” o “teoría de autómatas”, que implicaban alinearse con figuras dominantes como Norbert Wiener. McCarthy no quería seguir a ningún gurú. Quería fundar algo nuevo. Su propia línea de pensamiento.
El siguiente paso fue buscar aliados. Durante un verano en IBM, McCarthy se reunió con Nathaniel Rochester, ingeniero líder de la compañía, Claude Shannon, el padre de la teoría de la información, y Marvin Minsky, un joven matemático del MIT especializado en redes neuronales. Los cuatro compartían una visión común: estaban convencidos de que las máquinas podían imitar el pensamiento humano, pero necesitaban apoyo económico. Por tanto, en agosto de 1955, redactaron una propuesta que enviaron a la Fundación Rockefeller.
“Proponemos que durante el verano de 1956 tenga lugar en el Dartmouth College en Hanover, Nuevo Hampshire, un estudio que dure 2 meses, para 10 personas. El estudio es para proceder sobre la base de la conjetura de que cada aspecto del aprendizaje o cualquier otra característica de la inteligencia puede, en principio, ser descrito con tanta precisión que puede fabricarse una máquina para simularlo. Se intentará averiguar cómo fabricar máquinas que utilicen el lenguaje, formen abstracciones y conceptos, resuelvan las clases de problemas ahora reservados para los seres humanos, y mejoren por sí mismas. Creemos que puede llevarse a cabo un avance significativo en uno o más de estos problemas si un grupo de científicos cuidadosamente seleccionados trabajan en ello conjuntamente durante un verano”.
Para su propósito, aclaraban, consideraban a la inteligencia artificial como el resultado de hacer que una máquina se comporte de maneras que se llamarían inteligentes si un humano se comportara de tal manera. Parecía un juego de palabras, pero tenía sentido.
El financiamiento llegó y, en el verano de 1956, un grupo de científicos se reunió en Dartmouth. McCarthy y sus tres colegas se encargaron de hacer una selección minuciosa de quiénes los acompañarían en el proyecto. Invitaron especialistas que marcarían el futuro de la computación: Arthur Samuel, pionero en aprendizaje automático en IBM; Oliver Selfridge, experto en percepción de máquinas en el MIT; Ray Solomonoff, matemático y creador de la teoría algorítmica de la información; Allen Newell y Herbert Simon, investigadores de Carnegie Mellon que desarrollarían el primer programa de inteligencia artificial funcional; y Alex Bernstein, especialista en programación de ajedrez.
Desde el primer día, las discusiones fueron intensas. La idea central era construir máquinas que pudieran razonar, aprender y resolver problemas. Newell y Simon presentaron su programa para demostrar teoremas lógicos, mientras que Bernstein trabajaba en un software de ajedrez. McCarthy, por su parte, quería desarrollar un lenguaje artificial que permitiera a las computadoras procesar conocimiento como lo haría un humano.
El término “Inteligencia Artificial” no convencía a todos. Arthur Samuel lo encontraba exagerado, incluso pretencioso. Newell y Simon preferían llamarlo “procesamiento complejo de información”. Pero el nombre de McCarthy prevaleció, quizás por su punch marketinero y, con el tiempo, se convertiría en la etiqueta universal para el campo.
Las jornadas eran maratónicas. Los asistentes se quedaban despiertos hasta la madrugada, debatiendo sobre cómo hacer que las máquinas aprendieran y tomaran decisiones. “La Conferencia de Dartmouth reunió a personas que pensábamos en cosas similares, pero que nunca habíamos estado en contacto entre sí”, recordaría más tarde Marvin Minsky.
En las mesas de debate, en las charlas de café, reinaba un entusiasmo desenfrenado. “Lo que más me impresionó de la Conferencia de Dartmouth fue el alto nivel de optimismo sobre el futuro de la IA”, diría Ray Solomonoff. El grupo pretendía desentrañar en cuestión de días enigmas que demandarían décadas y décadas de investigación y que incluso hoy muchos de ellos siguen abiertos.
El golpe de realidad no tardó en llegar. Pronto comprendieron que resolver el problema de la inteligencia no era tarea de un verano, pero comenzaron a verse frutos. En diciembre de 1956, Newell y Simon anunciaron que habían creado una “máquina pensante”: el programa Logic Theorist (LT), diseñado para demostrar teoremas matemáticos. Era un primer paso concreto hacia la IA moderna, pero aún quedaban incontables dificultades por resolver.
El taller de Dartmouth no produjo respuestas definitivas, pero sentó las bases de un campo que, décadas después -muchas décadas después- transformaría el mundo. La tecnología dejó de ser una idea abstracta y empezó a tomar forma, aunque sea desde la teoría. El sueño de McCarthy y sus colegas estaba lejos de materializarse, pero al menos habían hecho su trabajo: la inteligencia artificial había nacido.
El legado del campamento de Dartmouth
Todo empezó con una apuesta audaz, rayana a la quimera: entender la inteligencia lo suficiente como para replicarla en una máquina. Setenta años después, la tecnología dio sus pasos más fuertes, que fueron sacudones, cuando OpenAI lanzó ChatGPT, hoy omnipresente en buena parte del mundo.
La IA avanza entre promesas, límites y sorpresas que ni sus propios creadores, rebosantes de optimismo, hubieran imaginado. El Proyecto de Investigación de Verano de Dartmouth de 1956 no solo inauguró un campo de estudio, sino que lo moldeó profundamente. Al reunir a matemáticos, psicólogos y científicos de la computación, sentó las bases para una disciplina que hasta entonces no tenía un nombre propio. Surgieron conceptos clave que siguen vigentes, como la idea de que una máquina puede aprender, razonar y resolver problemas con cierto grado de autonomía. También nació un entusiasmo desbordante. Creían que en pocos años se lograrían avances radicales. La realidad, sin embargo, fue mucho más compleja.
Setenta años después del taller, James Dobson dirige el programa de escritura creativa en Dartmouth y tiene un especial interés por la IA. En diálogo con Infobae, el profesor cuenta que en sus cursos la historia de la IA no solo se menciona, sino que se analiza en profundidad. “Reflexionamos sobre la magnitud de la propuesta original, sus ambiciones y sus límites. En especial, nos detenemos en la confianza con la que los participantes afirmaban que un estudio de dos meses podría generar un avance significativo en la inteligencia artificial. Esa mezcla de visión y audacia sigue siendo un rasgo característico del campo”, señaló.
Algunas ideas planteadas en 1956, profecías podría caberles, demostraron ser acertadas con el tiempo. Las redes neuronales, que en ese momento eran solo una posibilidad más entre muchas, dominaron el desarrollo de la IA moderna. La idea de crear programas que escriben otros programas se convirtió en realidad con los asistentes de código basados en modelos de lenguaje. Y el lenguaje, que en la propuesta original era apenas un punto de interés, hoy está en el centro del avance tecnológico con sistemas como ChatGPT o Gemini.
Pero también hubo errores de cálculo. “Cuando dijeron que ‘todo aspecto de la inteligencia puede ser descrito con precisión y replicado en una máquina’, no imaginaron lo difícil que sería. Aún hoy, los modelos más avanzados necesitan intervención humana para mejorar, corregir y ajustar su funcionamiento”, explicó Dobson. Es que la inteligencia todavía es un concepto escurridizo, difícil de definir, y aún más complicado de imitar.
El optimismo desmedido no se disipó del todo con el tiempo. En los años siguientes, pioneros como Herbert Simon y Marvin Minsky hicieron predicciones que hoy suenan ingenuas. Simon afirmó en 1965 que en 20 años las máquinas harían cualquier trabajo que un humano pudiera hacer. Minsky vaticinó en 1967 que en una generación se resolvería el problema de la IA. Nada de eso ocurrió.
Si los participantes originales de 1956 vieran el estado actual de la inteligencia artificial, probablemente se sorprenderían por varios motivos. Eugene Santos, director de la maestría en Ingeniería de Dartmouth, cree que la mayor sorpresa sería el poder de los modelos de lenguaje y su uso como chatbots. “No habrían anticipado que la interacción con la IA se daría en este formato, ni que la conversación sería el eje de tantas aplicaciones”, señaló. También les llamaría la atención la dificultad de los problemas en torno a la autonomía, con el ejemplo más claro en los vehículos autónomos y los múltiples desafíos pendientes.
Otra sorpresa sería el papel de los datos. En 1956, la IA se pensaba más como un problema lógico y matemático. Hoy, gran parte del éxito de los sistemas actuales se debe a la capacidad de procesar volúmenes inmensos de información. “Les asombraría ver que podemos entrenar modelos con datos no estructurados, ruidosos y hasta contradictorios, y que aún así logren resultados impresionantes. Pero también notarían que los sistemas actuales tienen fallas difíciles de corregir, desde alucinaciones hasta sesgos inesperados”, comentó Santos.
Para el 50° aniversario del campamento, más de 100 investigadores y académicos se reunieron otra vez en Dartmouth en el evento AI@50. No fue solo un homenaje al pasado, sino también una evaluación del presente y una plataforma para imaginar el futuro. Se discutieron avances, limitaciones y nuevos caminos para la inteligencia artificial, con McCarthy y varios de sus colegas aún en vida.
Para Sandra Peter, profesora de la Universidad de Sidney y estudiosa de la genealogía de la IA, el legado de la Conferencia de Dartmouth es ambivalente. “Por un lado, su visión sigue siendo la base de la IA actual. Querían crear máquinas que usaran lenguaje, formaran conceptos y resolvieran problemas, y eso sigue siendo el objetivo. Pero su confianza en que podían descifrar la inteligencia en un solo verano dejó una marca en el campo: el optimismo exagerado y la tendencia a subestimar los desafíos siguen presentes en la comunidad científica”, advirtió ante la consulta de Infobae.
La especialista considera que muchas de las preguntas abiertas que surgieron en aquel cónclave de 1956 permanecen sin respuesta. “Aún no comprendemos del todo qué es la inteligencia ni cómo replicarla. Y seguimos lidiando con los mismos dilemas éticos sobre el impacto de la automatización en la sociedad”, añadió.
Setenta años después del proyecto de investigación, la inteligencia artificial sigue en construcción. Tal como dice Peter, la tripulación de Dartmouth quedaría asombrada si pudiera observar el panorama actual. Los extasiaría ver la ubicuidad de la IA en nuestras vidas, el increíble poder de los sistemas que se ejecutan en dispositivos pequeños, incluso de bolsillo, millones de veces más potentes que las computadoras del tamaño de una habitación que ellos usaban.
La experiencia argentina que buscó replicar su espíritu
Hace apenas unos días, entre el 11 y el 13 de febrero, casi siete décadas después del histórico verano en Dartmouth, un grupo de líderes argentinos se reunió en el campus de la Universidad de San Andrés con un objetivo similar: debatir el futuro de la inteligencia artificial. Durante tres días de discusión intensa, buscaron replicar el espíritu pionero de aquella conferencia de 1956, pero con una mirada adaptada a los desafíos de América Latina.
La organización del evento estuvo a cargo de los profesores Fredi Vivas y Augusto Salvatto, y Ariel Urcola, director de educación ejecutiva de San Andrés. Durante tres días, empresarios e investigadores se recluyeron en las instalaciones del campus para pensar y debatir el mundo del trabajo que se viene. Conscientes de que la tecnología avanza a un ritmo vertiginoso, los participantes coincidieron en la necesidad de una guía clara que garantice que la IA se use como una herramienta de progreso y no como un factor de desigualdad o incertidumbre en las organizaciones latinoamericanas.
“Creo en una IA en la que podamos confiar, diseñada para potenciar el desarrollo humano y generar impacto positivo en la sociedad. La IA no debe ser solo una herramienta tecnológica, sino un catalizador de progreso, competitividad y el bienestar en el ámbito empresarial de la región”, señaló Vivas a Infobae.
El resultado de la experiencia dejó como corolario una declaración de cinco principios clave:
1) IA como motor de competitividad en América Latina: la inteligencia artificial debe ser una herramienta para potenciar la competitividad de las empresas de la región. Su adopción estratégica permitirá optimizar procesos, generar soluciones innovadoras y abrir nuevas oportunidades en un mundo cada vez más globalizado.
2) Aumento de la inteligencia humana a través de la IA: en lugar de reemplazar el talento humano, la IA debe expandirlo y complementarlo. Fomentar un “AI Growth Mindset” garantizará que las personas se mantengan relevantes en un mundo del trabajo por demás cambiante.
3) Cultura de experimentación organizacional: las empresas y organizaciones deben adoptar una mentalidad basada en la experimentación constante. Probar, medir y ajustar será clave para innovar de manera sostenible. Testear hipótesis, desafiar suposiciones y fomentar un entorno donde los errores sean oportunidades de aprendizaje
4) IA transparente, ética y centrada en el ser humano: la confianza en la inteligencia artificial dependerá de su capacidad para ser explicable, justa y alineada con valores éticos. Los participantes del encuentro remarcaron la necesidad de que la IA no reproduzca sesgos y de incentivar equipos diversos en su desarrollo y aplicación.
5) Colaboración y gobernanza compartida: la IA no puede ser desarrollada en aislamiento. Su implementación efectiva requerirá de un trabajo conjunto entre empresas, gobiernos, instituciones académicas y la sociedad civil. Solo a través de un diálogo multilateral se podrán establecer marcos de gobernanza que equilibren innovación y regulación.
El manifiesto para sus impulsores no solo se trata de una declaración de principios, sino un llamado a la acción. Los organizadores del evento dejaron en claro que su intención es que estas ideas no queden en el papel, sino que reflejen cambios concretos en las organizaciones de la región.
Setenta años después, el espíritu del campamento de Dartmouth sigue vigente. Si en 1956 un grupo de investigadores, con una visión audaz, logró sentar las bases de la inteligencia artificial moderna, en 2025, desde Latinoamérica, se busca al menos imaginar un futuro en el que la IA sea motor de impulso y bienestar.