“El pueblo no es una población, sino una construcción política –sostiene Chantal Mouffe–. El pueblo no está dado, hay que construirlo”. La viuda de Laclau aconseja crear un líder redentor, trazar una frontera entre buenos y malos, y encarnar un pueblo que necesariamente es un recorte ficcional y mítico, y por cierto siempre funcional a la estrategia de poder. Los libros de Mouffe y Laclau han sido cuidadosamente estudiados por algunos intelectuales del oficialismo, que todo este año han confeccionado un eficaz juego en espejo con el populismo de izquierda: el pueblo no es un colectivo empírico u objetivo sino una subjetividad provechosa y antojadiza; una invención, una retórica.
La arquitecta egipcia parece suponer que kirchneristas y libertarios están virtualmente empatados, y que un cardumen al que le sigue negando su denominación de origen -republicanos- fue el factor clave en el éxito final
La disputa que hoy se entabla de manera tajante entre dos populismos de signo opuesto tiene su manifestación más evidente en el cántico central que unos les dedican a los otros. El kirchnerismo recurre al mismo que en su momento le propinaban a Raúl Alfonsín y a Mauricio Macri: “Traigan al gorila de Milei, para que vea que este pueblo no cambia de idea, sigue las banderas de Evita y Perón”. Milei no se considera “gorila”. Y entonces sus acólitos, con la misma melodía, les responden a sus archienemigos: “Saquen al Pingüino del cajón para que vea que los pibes cambiaron de idea, llevan las banderas que trajo el León”. El duelo muestra la necesidad kirchnerista de reafirmar desesperadamente que, aunque las “grandes mayorías” los abandonaron en las urnas, el “pueblo” sigue estando de su lado. Y en la otra trinchera se evidencia el propósito libertario de sugerir que los jóvenes y los pobres les han sido arrebatados al peronismo y que hay un nuevo “pueblo”, refractario a los antiguos tópicos de un modelo detonado. Cada uno dibuja los contornos móviles de su propio pueblo, según la conveniencia. Y lo que más perturba a los soldados de la dinastía Kirchner no es la ideología del general Ancap sino el coincidente desdén institucional, el similar rasgo agonal y plebeyo que irradia y los sectores sociales bajos –antes “nacionales y populares”–, que ahora lo sustentan.
¿Acabó la vieja dicotomía “populismo versus república” y estamos en presencia de una nueva grieta todavía innominada?
Contradiciendo su afirmación de que el pueblo “no cambió de idea”, los cristinistas se preguntan puertas adentro si no se habrá modificado definitivamente el subsuelo sociológico de la patria, aquel que dio cimientos y sentido al movimiento justicialista, y los inquieta hasta el desconcierto que además estos anarcocapitalistas se autoperciban como el “menemismo del siglo XXI”, puesto que al fin y al cabo esa apuesta no deja de ser peronista. Un peronismo de mercado que se asienta en el territorio, que obtura cualquier metamorfosis interna en esa dirección y que contiene, por paradoja, a sectores frecuentemente adversos a toda esa familia política. Digamos que el menemismo es el padre y hasta el abuelo de la “casta”, y que presentarse todo el tiempo como impolutos verdugos de esta entidad demonizada mientras le rezan a Carlos Menem constituye una risible contradicción flagrante, con consecuencias en materia de un pragmatismo sucio que cada tanto emergen, y que desbaratan el relato de la “pureza”, aunque los fanáticos las justifiquen o no las quieran ver.
Es en este contexto de intensa desorientación donde Cristina Kirchner busca ordenar la cancha: Milei gana por el fracaso primero de la gran apuesta del “no peronismo y del antiperonismo” (sic) por Macri –dijo ella esta semana–. Y después, gana porque la expectativa de reeditar lo que pasó durante “década ganada” también fracasó (Alberto Fernández): “Si ves los resultados de la elección, Milei saca el 30% en las PASO y un poquito menos en las generales. Es un tercio perfecto. Nosotros llegamos a un 37%. Después el antiperonismo se desplazó y le dio el triunfo a Milei”. La arquitecta egipcia parece suponer que kirchneristas y libertarios están virtualmente empatados, y que un cardumen al que le sigue negando su denominación de origen –republicanos– fue el factor clave en el éxito final. Su análisis resalta, tal vez sin quererlo, la relevancia y el peso específico de algo que alguna se vez se llamó el “campo republicano” y que hoy parece cerrado por derribo. Fue a los republicanos –”imbéciles centristas biempensantes” (Milei dixit)– a quienes más munición gruesa les descargó el Presidente a lo largo de su primer año de gestión. En el foro de la internacional derechista que se celebró estos días en Buenos Aires, el Topo del Estado demostró más encono con ellos que incluso con la izquierda populista. ¿Descuenta que los republicanos ya no existen y jubilaron sus viejas convicciones, y que solo basta “domar” al republicanismo de superficie para cooptarlos de manera definitiva? ¿Pensarán los muchachos del Instituto Patria, hoy la mancha venenosa de la política, ponerles anzuelos a los republicanos disconformes para inclinar la balanza y derrotar al derechista irredento? ¿Acabó la vieja dicotomía “populismo versus república” y estamos en presencia de una nueva grieta todavía innominada? ¿Es posible una democracia entre dos extremos? Esta última pregunta es la menos formulada y la más inquietante. Imaginemos que la cadena infinita de desregulaciones operadas por Federico Sturzenegger continúan siete años más, y que al ganar alguna vez la oposición a Milei sobreviene una sistemática y larga regulación puntual en sentido contrario. ¿Es viable un país pendular y refundacional que viene cada tanto a modificar de raíz el disco rígido? Para que no queden dudas Milei dejó sentada su posición en la Conferencia de Acción Política Conservadora: “No hay lugar para quienes reclaman consenso, formas y buenos modales. Las formas son los medios, se las evalúa según su efectividad para alcanzar determinados fines. Y hoy someternos a la exigencia de las formas es levantar una bandera blanca frente a un enemigo inclemente. El fuego se combate con el fuego, y si nos acusan de violentos les recuerdo que nosotros somos la reacción a cien años de atropellos”. Las llamadas formas son las reglas democráticas y el lenguaje de la convivencia; de nuevo el fin justifica los medios, y la política es una guerra entre ángeles y demonios. Los reaccionarios lo ovacionaban de pie. Técnicamente, Chantal Mouffe lo habría aprobado. Guste o no guste, en este primer round esa táctica resultó exitosa.