“No se puede llegar a viejo, hijo”. Mi madre repetía esa frase con frecuencia cuando tomaba su medicación diaria para aliviar la hipertensión. Odiaba depender de sus “pastillitas”, como las llamaba. Así y todo, vivió hasta los 94, después de sufrir el fusilamiento de su padre a manos del generalísimo Francisco Franco, la guerra civil y exilios internos, la Segunda Guerra Mundial y el cruce del Atlántico hasta Buenos Aires, junto a mi padre y ya con cinco hijos a cuestas. Sus “pastillitas”, por lo visto, le evitaron males mayores.
No llegó tan lejos como María Branyas Morera. Con 117 años cumplidos, la catalana era la mujer más anciana del mundo hasta que “resolvió” irse el lunes 19 del mes pasado. “Un día que desconozco, pero que está muy cerca, este largo viaje habrá terminado. La muerte me encontrará gastada de haber vivido tanto, pero quiero que me encuentre sonriendo, libre y satisfecha”, le dijo a uno de sus hijos pocos días antes.
Había nacido el 4 de marzo de 1907 en California, donde sus padres se habían radicado. Cuando tenía 8 años, la familia emprendió el regreso a su tierra. En ese viaje María sufriría el primer golpe en su vida: su padre falleció en el camino.
Ella también atravesó la guerra republicanos vs. nacionales y las dos guerras mundiales y, luego de un corto exilio en Francia, decidieron quedarse en Girona, Cataluña.
No tomaba remedios, pero las razones de su sobrevida, además de la genética, parecen estar en otra parte: “Dios lo ha querido así”, cuenta su hija que decía ella cuando enfrentaba alguna tragedia. “Nos tenemos que adaptar y tenemos que seguir viviendo”, concluía.
Poco después de su último cumpleaños, le confesó a su hijo que se sentía “débil” y que se acercaba “la hora”. Pero siguió dando lecciones de vida, aun si proponérselo: “No lloréis, no me gustan las lágrimas. Y sobre todo no sufráis por mí. Ya me conocéis, allí donde vaya seré feliz, pues de algún modo os llevaré siempre conmigo”, recuerdan sus familiares.
Historias paralelas. Solo leer ese lenguaje castizo basta para que entre en modo flash back. Un año antes de que María regresara, Joaquina Ascensión Fernández Vega, mi madre, nacía en Llanes, Asturias. Pero su padre, mi abuelo, nunca pensó en irse. Creía que en su pueblo, y más tarde en Galicia, necesitaban sus saberes de médico y, sobre todo, su voluntad de atender a pacientes incluso cuando sabía que no podrían pagarle. Solo se exilió en el País Vasco francés para sacar a su familia de los horrores de la guerra. Aun sabiendo que lo perseguían por su actividad política “roja”, regresó varias veces a España. En uno de esos viajes, del lado francés, lo detuvo una misión de la Gestapo que colaboraba con Franco para entregarle a los políticos republicanos exiliados. Lo fusilaron en 1942, mi madre tenía 18 años.
Por ser la mayor de sus hermanos, debió salir a trabajar para sostener a la familia en tiempos de posguerra. Con casi 32 años, junto a mi padre y mis hermanos, un barco los trajo de Vigo a Buenos Aires, donde empezarían una nueva vida y tendrían otros dos hijos (soy el último de la fila). Hoy les diría: esto es Argentina, prepárense para moverse.
Venían huyendo del franquismo empoderado y llegaron a un país que solía resolver sus diferencias a los tiros. Al miedo que les causaba el retorno de Perón (habían visto a su mujer abrazarse con los Franco) debieron sumarle la última dictadura argentina. Y los vaivenes económicos, claro.
Los efectos tardíos de la guerra, el exilio y el cigarrillo se llevaron a mi padre muy joven. A los 53, mi madre quedó viuda, en un país en el que había logrado criar y sostener una familia, pero que no le pudo sacar la “morriña” por su terruño.
Joaquina y María también coincidían en una estrategia de vida: tratar de alejarse de quienes no les hacían bien y, sobre todo, con el empuje para enfrentar lo que sea. “Una familia aguanta un temporal”, canta el uruguayo Tabaré Cardozo en “Vidas comunes”.