La fila, la prueba de que algo bueno pasa ahí adentro. El argentino ama hacer filas. No tiene idea para qué las hace, pero mejor si hay una, porque significa que ahí está sucediendo algo que amerita formarse y, si uno se une, está siendo parte (y qué más lindo que ser parte y decir frases como: “Cómo tardan, eh”).
El argentino ve una fila y primero pregunta: “¿Esto para qué es?”. Quizás se quede. No importa de qué se trate: una carnicería, una agencia de quiniela o una ferretería. Si hay una fila, ahí habrá un argentino. El amor por las filas es tan grande que son capaces de hacerlas hasta en la AFIP.
Los fanáticos de las filas no saben que son fanáticos de las filas. Y jamás lo admitirán en público. Pero la vida les da dos señuelos que ellos pican fácilmente. Son los dos Lollapalooza de las filas. El primero es obvio, no hay que pensar mucho: es la fila del avión.
Los argentinos hacen la fila antes de subir al avión como si estuvieran en la estación de Merlo esperando el 500. Creen que si la hacen el piloto los verá por la ventanilla de la cabina y dirá: “Uh, no me puedo ir, cuánta gente, un pasito más señora, que este va a Miami”. Con esa fila el argentino se siente seguro de que el avión no se va, no, lo espera, ¿por qué? Porque está haciendo la fila. No importa cuántas veces la empleada de la aerolínea diga que esperen sentados, que la puerta no abrió, que primero suben los que tienen millas. No, el argentino se agolpa en una fila interminable contra el mostrador ¡Y que los miembros de SkyTeam vayan a buscar su priority a otro vuelo o se consigan una garrocha y salten la fila, porque acá manda la ansiedad argentina!
Créase o no, solo en ese medio de transporte se da la fila argentina. En los micros, por ejemplo, al argentino se le mezclan los tantos y le juega en contra la falta de un mostrador. El caos de Retiro lo confunde: no entiende cuál es su plataforma, por qué si su pasaje dice una empresa de micro llegó otra (que es la que lo lleva, al fin y al cabo) y se marea con los horarios. Y cuando pregunta es peor: “Este no es su micro, usted tiene Mar del Plata de las 23.51 y este es Mar del Plata de las 23.53″.
La segunda adicción de los fanáticos de las filas son los restaurantes. Si hay fila, es bueno. ¿Por qué? Porque hay fila. Es una profecía autocumplida de que mucha gente lo valida por el solo hecho de estar ahí parada. No importa si la fila es real o la iniciaron los mozos para aumentar la clientela, el argentino se formará o, en una deformación reciente, se acercará ante el encargado y le dirá: “Anotame, somos tres”. Y se parará en la vereda a esperar que griten su nombre. Hará cuentas, pensará cuántos tiene adelante, cuántos tenían reserva, cuántos salieron, cuántos hay en esa mesa larga y multitudinaria que cantó el feliz cumpleaños. Se le abrirán los ojos como si fueran el dos de oro cuando vea que un mozo acerca una cuenta, se babeará cuando vea a una clienta pararse en cámara lenta mientras descuelga la campera del respaldo y hasta se excitará -quizás es mucho, pero tratándose de comida va bien― cuando el encargado se asome y busque el nombre en la lista y a continuación relojee por la fila si el cliente sigue ahí. Y ahí lo verá, ya a tiro para entrar y atacar ese símbolo nacional que es la panera (que muchos se preguntan por qué no reemplaza al sol en la bandera, aunque esa es otra discusión).
Una vez sentado, el amante de la fila disfrutará todo: de los banderines colgados en las paredes, de las paneras con grisines, de la opción de pagar con el celular, de que no cobren cubiertos. Y mirará por la ventana y les comentará a sus acompañantes: “Qué fila que se armó, eh”.